No encontraba el modo de despedirme hasta después de las
vacaciones de esta columna que me está dando la posibilidad de desarrollar
temas, que de otro modo, guardarían silencio en algún lugar escondido de mi
cabeza.
Cuestiones tan recurrentes como la proclamación del nuevo rey, el
descalabro de la selección de fútbol (con el consiguiente debate sobre la
destitución de Del Bosque) o la imputación de la Infanta Cristina me parecían
tan poco originales que desistí (aunque debo confesarles que ya tenía
redactadas varias líneas sobre estos temas).
Así que,
aquí me tienen, hablando del deporte nacional. No se equivoquen señores y
señoras, les he avisado que no iba a tocar al fútbol. Me refiero a la siesta.
De hecho, lo que están leyendo en estos momentos se me ha ocurrido justo
después de un descanso reparador.
Y como
siempre, la vena nostálgica se apodera de mí. Mi memoria me traslada a la
niñez. Entonces casi era obligatoria la siesta después del almuerzo, al menos
en mi caso. Sí. Me habían diagnosticado “velocidad en la sangre”, lo que hacía
habitual la visita al especialista en
“Barbarela”. Siempre en ayunas y en aquellos portillos repletos, con
olor a gasolina, tragando el humo de los cigarros de los fumadores compulsivos
que aún vivían en el egoísmo sin reparar en ancianos o niños, que como yo,
sufrían el humo de sus vicios. Mi madre me acompañaba en esas mañanas rezando
para que no vomitara en el autobús la cena de la noche anterior hasta que el
pinchazo se hiciera efectivo.
No recuerdo
cuantos meses o años estuve en esta situación, lo que sí recuerdo es que la
doctora me recomendaba que, después de comer, descansara por mi presunta
enfermedad. Como deben comprender no hacía caso alguno. Sin embargo doña Carmen
se jactó ante mi madre, una vez que vio los últimos resultados de mis
analíticas, que había sanado gracias, sobre todo, al poder curativo de la
siesta. Rosi, muy prudente ella, no le rebeló que yo había hecho caso omiso a
sus recomendaciones y ni un día cumplí ese descanso obligatorio.
Fue hace dos
décadas y media cuando comprendí a doña Carmen. Entonces hacía parte de mili en
Toledo. En verano era obligatorio el descanso después del almuerzo. En la
Academia de Infantería había un horario que cumplíamos a rajatabla y las dos horas
de siesta cada uno las empleaba según criterio. Fue entonces cuando comencé a
practicar el deporte nacional.
En la litera
oía la radio imaginando a Pedro Delgado. En 1987 el segoviano perdió el Tour
ante un tal Stephen Roche, que solo despuntó ese año, entre otras cosas, para
fastidiarnos el rato de siesta. Mis compañeros se iban al bar a ver las etapas
alpinas y sólo unos cuantos nos quedábamos en la Compañía para cumplir como
buenos soldados esta parte de nuestra instrucción: la siesta.
Ahora, cercano
a los cincuenta, tengo que confesar que, sobre todo en verano, y cada vez que
puedo hago caso a doña Carmen y voy recuperando aquellas horas de descanso que
no tuve en mi niñez. Gracias a ello, cuando cumplo con el sabio consejo, en un
mismo día tengo dos despertares.
Antonio Villalba Moreno
No hay comentarios:
Publicar un comentario