Es incuestionable el beneficio
que ha traído Internet en cuanto a la enorme facilidad que aporta para la
comunicación y el traslado en tiempo real de la información. En estos tiempos
pueden leerse periódicos de New York o Buenos Aires al segundo en el ordenador
de tu casa o en tu móvil. Te puedes poner en contacto en tiempo real con un
amigo que se encuentre qué digo yo, en una playa de Cancún tomándose un mojito
o comiendo sushi en Okinawa.
Internet y en concreto las redes
sociales pueden ser y de hecho lo son un buen mecanismo de comunicación pero
ahora resulta que podemos tener amigos “virtuales” en Estocolmo o en Santiago
de Chile y sin embargo no hablarnos con el vecino del quinto cuando nos topamos
con él en el ascensor. Y este problema se acentúa en las nuevas generaciones,
pues salvándose quien pueda, conoceremos a buen seguro algún joven cercano que
no logra despegarse del asiento frente al monitor de su ordenador, o sus dedos
de móviles y tablets, perdiendo no solo tiempo de interacción real con humanos
tangibles, especialmente sus amigos y familiares, sino también atrasando sus
tareas, y estudios por preferir seguir obsesivamente la menor bobada que
aparezca en una de tantas redes sociales (WhatsApp, Tuenti, Twitter, Facebook,
Google +, etc.). Esta tecnofilia o afición, simpatía a la tecnología, internet
y redes sociales, puede llegar en muchos casos a la compulsión y obsesión, es
entonces cuando se puede hablar de adicción tecnológica.
No es fácil en esta época
sustraerse al hechizo tecnológico, y mucho menos impedir que la gente a nuestro
alrededor y en especial nuestros jóvenes prescindan de estos artilugios. Eso
sería nadar contra corriente, y no serviría de nada. Su poder es muy superior a
nuestra capacidad de dominar su influjo. Digo más, en su justa medida no hay
duda de sus importantes beneficios. Pero una cosa es la capacidad tecnológica
de comunicación que tiene Internet y las redes sociales y otra muy distinta la
comunicación real.
Hay tiempo para todo, y el más
importante es el que dedicamos a compartir con los seres queridos. Padres,
hijos, abuelos, nietos pueden encontrar un espacio para hablar, contarse cosas,
y tener el contacto físico indispensable para que fluya la vida real y no la
virtual.
No soy yo de los que cree que en
unos años nos convertiremos en máquinas manejadas por máquinas, a semejanza de
las historias de películas y libros de ciencia ficción de la talla de 2001, una odisea en el espacio; Yo, robot; o La rebelión de las máquinas. Aunque lo cierto es que en muchos de
nuestros comportamientos llegamos a rozar estas exageradas citas
cinematográficas. Pareciera como si nos manejaran en cierto modo.
Entendidos en el tema proponen una
“sencilla” práctica para probar nuestro grado de dependencia, elijamos
cualquiera de estas: apagar el móvil un día entero; no encender el ordenador
una noche; no jugar a la PSP o la Nintendo en un fin de semana.
Podría ser, que dicho ejercicio
nos indicara a qué grado de adicción nos estaríamos enfrentando.
A mi modo de entender esta
cuestión, como supongo a la mayoría de ustedes, en este y en otros asuntos
similares que la vida nos presenta, la experiencia nos dicta que en materia de
placeres y divertimentos en la moderación reside la virtud.
José Cabrera Villalba
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