Como un auténtico jeque
árabe me recibió, hace una semana, la noble y mágica ciudad de Salamanca,
tapizada de una cálida piel pétrea a través de cual la Historia respira, con
sus luces y sus sombras. Fueron, esta vez, sus luces, las que me acogieron, hospitalarias,
en las aulas del edificio histórico de esa Universidad que compartió con París,
Oxford y Bolonia los manjares más preciados del intelecto en el medievo y ha
sido, desde entonces, un monumento vivo al saber. El sapo, símbolo de la
lujuria que debían evitar los estudiantes, y que todo turista que se precie
trata de encontrar en la soberbia fachada de la Universidad, comparte gloria
para el visitante con las calaveras, nos amenaza con provocarnos una
cervicalgia y nos recuerda, como hace Freud con insistencia, que nuestra
existencia mortal va de la mano del sexo y de la fría muerte. Muy cerca del
sapo, la estatua de Fray Luis de León entona su revolucionario “carpe diem”,
“como decíamos ayer”.
Con el orgullo de representar a Andalucía en la
organización de la primera Olimpíada Filosófica de España, e intentando arropar
maternalmente a las dos jóvenes estudiantes sevillanas de Bachillerato amantes
de la sabiduría y acompañar a sus profesoras, tuve el enorme placer de
rejuvenecer, una vez más, como el mismísimo Dorian Gray, gracias al homenaje a
los nietzscheanos instintos vitales de los 38 finalistas procedentes de 12
Comunidades Autónomas. Rejuvenezco sin pasar por quirófano, esa chistera blanca
y aséptica de la cirugía en la que tantas horas ha pasado mi amiga Josefina
Pelegrín, médica anestesista y psicóloga sevillana, de cuya compañía y
desbordante ingenio he disfrutado en tierras charras. Josefina alaba los
efectos benéficos de mi trabajo, ella que siempre ha estado tan cerca de la
vida, tan cerca de la muerte. Mi mujer, fisioterapeuta, completa el equipo
médico de este improvisado jeque árabe, haciendo posible que me pueda columpiar
en su sonrisa, una sonrisa joven que parece haber bebido con fruición el
secreto elixir de los alquimistas.
Los muros de la Universidad de Salamanca que gozaron en
silencio con el fluido verbo de Unamuno o de Nebrija han sido testigos, de
nuevo, de los vuelos arriesgados de la razón discursiva y la vitalidad del pensamiento
crítico, de la importante función social de la Filosofía como orientación
radical en el mundo, como diría Ortega, y eficaz antídoto frente a la
mediocridad y la estupidez. Y todo ello, gracias al entusiasmo y los sueños de
una juventud maltratada, “como decíamos ayer”.
Rafael Guardiola
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