Corren malos tiempos
para la Filosofía en el futuro sistema educativo español que nacerá con la LOMCE, si el Senado no lo
remedia. Antes de que los filósofos nos extingamos, como los osados
dinosaurios, les ofrezco una modesta reflexión sobre sentidos y sensibilidad.
Hace dos años tuve la fortuna de conocer, en un Congreso Internacional de
Filosofía, a una profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona que nació
sin el sentido del olfato y que ha hecho singulares contribuciones a la
literatura. En su novela Nunca sabrás a qué huele Bagdad, la protagonista,
Helena Higuera, padece, como mi amiga Marta, de anosmia congénita. Helena, en
el verano de sus once años, comprende que su nariz la hace diferente a los
demás. Emprenderá entonces su viaje particular en busca de ese mundo de olores
que es incapaz de percibir, pero su aventura la conducirá al lugar más
peligroso que pudiera haber imaginado, y cambiará su vida y la de los suyos
para siempre, como reza la información editorial. A continuación, les leo la
carta que envié a mi amiga, a propósito de su libro:
"Querida Marta: Te
mando esta carta como testimonio de los intensos y variados placeres que
experimenté el pasado domingo, paseando por uno de mis rincones de la geografía
malagueña predilectos, en un paraje de la Serranía de Ronda, cuna de insignes
bandoleros. Me seduce su silencio salpicado por las voces del agua del río, las
aves y el crepitar de las hojas bajo los pies, su luz cálida, blanca y verde,
que se convierte en miel poco antes del atardecer. Confieso que la vista y el
oído, con pequeñas incursiones táctiles –acariciando la corteza de los árboles
o las desconcertantes hojas de los pinsapos- han sido, hasta el pasado domingo,
los sentidos que he tenido más abiertos en mis largos paseos. Pero resulta que
el sábado por la tarde, después de una agotadora jornada corrigiendo exámenes
(en uno de ellos, un alumno de Bachillerato afirma que “Dios es un ser
transgénico”), acabé de leer las últimas páginas de Nunca sabrás a qué huele
Bagdad. El mundo de los sueños debió entonces recomendarme gozar de esos
sentidos, que a veces tengo dormidos, debido al lugar privilegiado que ocupa en
mí el mundo de las representaciones visuales y mi vivencia visceral de la
música –en homenaje a mis padres músicos, tal vez-. Puse en funcionamiento mi
nariz, como nos recomienda Nietzsche, y seguí el rastro de todo lo que salía a
mi paso y, curiosamente, a pesar del caos sensorial, el camino me hacía evocar,
una y otra vez, el perfume profundo, dulce y salado de una mujer que, con su
piel dorada, tiene la cualidad de impregnarse del perfume del campo y hace que
se me aparezca como una diosa madre del Neolítico. Por eso, los alcornoques a
los que las mujeres se abrazan, con los ojos cerrados, no deben notar nada raro
cuando se ven dulcemente rodeados. En fin, Marta, muchas gracias por tu libro
(del que te seguiré hablando, si no tienes inconveniente, para decirte “a qué
huele”). Voy a concluir aquí esta carta, porque ya estarás de mí “hasta las
narices”. Ya sabes que, para estos casos, yo suelo llevar mi nariz de payaso.
Un abrazo”.
Desde aquí les invito a
gozar de la apertura de los sentidos, condición indispensable para la búsqueda
de la felicidad de la que tanto hablamos los filósofos. O, por lo menos, espero
que se abracen pronto a los árboles, con mesura y cariño, y escuchen los
latidos acompasados de su corazón verde, si no tienen una nariz de payaso a
mano. A lo mejor, evitamos con ello, que “nos toquen las narices” más de la
cuenta.
Rafael Guardiola
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