Rasgó la piel
ocre del tiempo, y un mágico embrujo ondulado abrió el humo azul del encuentro.
Rasgó verticalmente la epidermis con la precisión del cirujano, allí donde las
sombras se disuelven, a ambas orillas del terso rostro del corazón encarnado.
Sin refugio se muestra y yace hecha jirones de blanca miel de cobre sucio en el
frío lecho de la autopsia, y tu largo cabello se enreda entre las patas de la
camilla. Son manos recortadas, melodías fantasmas, como
el buque de Wagner, con aristas y negras. Sin depender de la luz, del eco de
las voces vivas, de nadie, forja alada un líquido adiós. Es la bailarina de la
noche cerrada, sólo vestida con el viscoso tul de los fieles retratos del
desamor. Y el tul se desliza geométricamente hasta precipitarse, planeando
sobre el suelo más aséptico. Sigue y sigue la mirada entonando la ardiente ruta
de sus fríos senos, acariciando el aire más que confuso que los muertos
respiran en silencio, mientras sus afilados dedos de mimbre se agitan inmóviles
en un beso humillado. Se extienden y resisten lejos de ti, lejos del viento de
aquella tarde neutra, descubriendo un mundo habitado como las olas mudas de los
cuerpos deseados bajo un mar en guerra. Un mundo visten y desnudan con los
elegantes gestos de las calles gris ceniza pobladas por hombres sin rostro. Te
embriagan el olor penetrante del filo de escalpelo y las curvas del desprecio,
ese filo que rasgó el amor, que rasgó la piel del mar, con el que ahora
diseccionas la intimidad del pasado con tu inmaculada barba blanca. Nadie sabe
que fuiste tú quien desgarraste hace pocas horas, con pasión y precisión
milimétricas, la piel de un mar cercano que tantas veces te había hecho
enloquecer.
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