En septiembre de 2013, una discusión entre dos jóvenes rusos
sobre Inmanuel Kant, ese gran filósofo
bajito y cabezón alemán del siglo XVIII, acabó convirtiéndose en una escena
propia de una cantina del Oeste americano. El suceso tuvo lugar en Rostov del Don,
una población del sur de la Federación Rusa, en una tienda de comestibles, en
la que los protagonistas habían decidido comprar cerveza, al tiempo que
dirimían, al parecer, el calibre de su admiración por el autor de la Crítica de
la Razón Pura. En el curso de tan singular debate, con fondo etílico, uno de
los jóvenes sacó una pistola y asestó varios tiros a su oponente con fuerza
superior al “imperativo categórico” o a la visión que nos hace babear ante el
espectáculo del “cielo estrellado” (las dos cosas más sublimes para Kant).
Esto me
recuerda, inevitablemente, la impúdica carcajada con la que los estudiantes de
Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, entre los que me contaba,
regalamos los oídos del catedrático de Lógica, cuando nos relató en clase, con
gesto adusto y serio, gafas de sol, y un acento polaco nada estudiado (a pesar
de ser natural de Granada), que Filitas de Cos, un pensador, poeta y filólogo
griego que vivió entre los siglos IV y III a. de C., murió de hambre y con las
meninges desgastadas, intentando resolver el problema de las paradojas lógicas.
Por si fuera poco, los historiadores no se ponen de acuerdo en el nombre del
difunto, y hay quien se refiere a él como “Filetas”, nombre de reminiscencias
carniceras. Pero, para carnicerías, las que se desataron a principios del siglo
XIII, cuando una asamblea de obispos dictó un decreto que prohibía la difusión
de la filosofía natural de Aristóteles dentro de la Facultad de Artes de la
Universidad de París. El decreto de marras llevó a la tumba a un buen número de
estudiantes y profesores que se enzarzaron en una enconada lucha, enarbolando
la bandera del aristotelismo, herético a los ojos de la ortodoxia católica del
momento. Muerte más triste que la de Crisipo, filósofo estoico griego, quien
abandonó este mundo cruel, al parecer, muerto de risa, literalmente, tras
contemplar a su burro, ebrio, intentando comer higos.
Morir
por la Filosofía parece cosa de risa. Como la que nos provoca, de ordinario,
ver cómo besan el suelo Charles Chaplin o Buster Keaton por pisar una cáscara
de plátano a una velocidad de vértigo. Parece de risa morir por la diosa Razón,
por el platónico mundo de las Ideas en su reducto académico, libre de pasiones.
Pero, ¿merece la pena morir por algo, aunque sea por el Mundial de Brasil, el resultado
de las elecciones al Parlamento Europeo o la declaración de la Renta? ¿Quién
está dispuesto a asumir la tarea del héroe, únicamente por el libre juego de
las facultades del entendimiento, además de Sócrates? Son las pasiones las que
nos suelen matar, como buenos “animales de costumbres”, acomodados en nuestro
sofá tapizado por nuestras creencias habituales, gracias a la imaginación y la
memoria, como apostilla David Hume. No me parece mala idea, a fin de cuentas.
Permítanme,
no obstante, que les hable de héroes, de héroes muy cercanos. Uno de ellos se
llama Miguel Santa Olalla, filósofo vallisoletano y alma mater de la I
Olimpiada Filosófica de España, un omnipresente prestidigitador que ha
conseguido contagiar el entusiasmo por las ideas a profesores y alumnos de toda
la geografía nacional, haciendo un difícil encaje de bolillos para convertir,
finalmente, en héroes, a todos los participantes y, por ende, a todos los
amantes del saber. Héroe del pensamiento es también Carlos, uno de mis alumnos
de 3º de ESO de “Educación para la Ciudadanía”, quien nos obsequió con un vídeo
promocional de un producto protagonizado por él mismo, con objeto de valorar
los efectos de la sociedad de consumo, venciendo la distancia y el
ensimismamiento del autismo, y héroes son sus compañeros y compañeras, que le
regalaron sus vítores y aplausos con una intensidad sonora tal, que hizo subir
precipitadamente al Jefe de Estudios al aula, desde las profundidades de su
despacho, alarmado por semejante explosión de vitalidad. Y es que Carlos se
quiere mostrar al mundo, aunque acabe tapándose los oídos, y me gusta pensar
que ello se debe, en parte, a la fuerza de la Razón, de la diosa Razón.
Me
gusta pensar, también, que frente a los partidarios del “perro del hortelano”,
de ese perro que ni come ni deja comer, hay héroes que “viven y dejan morir”,
con permiso de James Bond.
Rafael Guardiola
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