En
este preciso instante me debato entre ponerme a escribir o salir a darme una
vuelta en busca de endorfinas, aprovechando que brilla el astro rey y el mar
parece una alfombra plateada, con pocos pliegues y un horizonte sereno, tras
las lluvias de ayer. Durante unos minutos he estado inquieto, vagando por el
pasillo como el espectro del padre de Hamlet, leyendo después los titulares de
la prensa a través del ciberespacio,
mientras mordisqueaba un rotulador rojo con avidez, con el desasosiego
que habitualmente genera tomar una decisión, por nimia que ésta sea, como la
que suscita la archiconocida duda, “ser o no ser”, del vástago del espectro
mentado. Las ideas se agolpan y se pisan los pies, como si se tuviesen que
tirar en paracaídas de un momento a otro, porque el avión de mi encéfalo fuese
a estallar, por obra y gracia del Doctor Gang, líder de M.A.D, ese malo de voz
profunda y pasiones zoofílicas que aparecía en la serie de dibujos animados de
los 80, “El Inspector Gadget”. “¡Adelante gadgetobrazo!” me he dicho,
finalmente, y aquí me tienen, recogiendo mi paracaídas virtual, mirando al sol
de soslayo, con las dudosas intenciones de hablarles de un asno famoso, mucho
más que la pareja de burros de la localidad cordobesa de Rute que le regalaron
en su día a la Infanta Elena (no sabemos si lo hicieron con perversas
intenciones), con motivo de sus esponsales primaverales con Jaime Marichalar, o
el equus africanus asinus que protagoniza la obra satírica La Disputa de l’ase,
fechada en 1417, y fruto de las reflexiones de un filósofo mallorquín, Anselm
Turmeda, antiguo fraile franciscano que tuvo a bien convertirse al Islam y
afincarse en Túnez con el nombre de Abd-Al•lah at-Tarjuman, con lo mal que se
veían estas operaciones de transfuguismo religioso en el otoño de la Edad
Media. Tengo un cariño especial a este libro de Turmeda y a las letras de las
canciones irreverentes de Albert Pla, porque gracias a ellos amplié mis
conocimientos del léxico de la hermosa lengua catalana, que estudiaba
torpemente a principios de los 90, y que enseña con pasión mi amiga Xesca
Alenyà y habita con elegancia los cerebros de Montse Farràs y de sus hijos
Josep Lluis y Rosa Pomar Farràs, más que amigos.
He
leído hace un momento un eslogan publicitario de una marca de ron, que se ha
apropiado de la memoria de una Santa abonada a los éxtasis místicos, a la
apasionada comunión con la divinidad, y maestra en el uso de la no menos
hermosa lengua castellana, y que ha estado a punto de lanzarme a la calle –esta
vez, sin paracaídas-, renunciando a escribir, en un arrebato de cólera
profesional. “Nuestra filosofía tiene mucho de ron y de rugby. Y poco de
filosofía”. ¡Qué desfachatez! ¡Qué falta de respeto! ¡Lo que tengo que leer a
mis años! Mi amigo Juan Jesús Ojeda Abolafia, profesor del IES “Santa Bárbara”
de Málaga es un activista de la filosofía, no le hace ascos al ron y es jugador
de rugby, pero para él, la filosofía no es una cuestión menor, precisamente. En
una primera lectura, me ha irritado el papel residual que los publicistas han
concedido a la filosofía, en aras de las leyes del mercado, como contrapartida
del atractivo que el deporte viril y las bebidas alcohólicas pueden tener para
el consumidor. He seguido investigando en el ardid publicitario, y he
encontrado otros dos teoremas en el mismo anuncio: “Si tuviéramos que elegir
entre el ron y el rugby, elegiríamos el ron. Y el rugby” y “Cuando la vida nos tira al suelo, nos
levantamos sin pedir permiso”. Ambas afirmaciones tienen mucho que ver con lo
que viene a continuación, con mi referencia a un équido singular. En cualquier
caso, no piensen que dudo de la pericia de los artífices de esta publicidad
marcadamente patriarcal. Seguramente, todavía conservo ciertos prejuicios sobre
este noble oficio, como consecuencia de haber escuchado los eslóganes
publicitarios que ideó la entonces compañera de piso de mi amiga Francisca
Pérez Carreño, catedrática de Estética y Filosofía de las Artes de la
Universidad de Murcia e hija de un malagueño de Ardales, en la que sensibilidad
e inteligencia se funden en una unidad alquímica, recibiendo las bendiciones de
Atenea y el cariño de mi familia. “En África lo ven todo negro” y “En África no
tienen dónde caerse muertos” fueron las magníficas ocurrencias para una campaña
para erradicar el hambre en África, de aquella Licenciada en Historia del Arte
de boca “reptilínea” que mantenía un extraño idilio con un famoso director de
cine de avanzada edad, se peleaba con el violín provocando con el arco
constantes riñas de gatos, y que entró ocasionalmente en el mundo de la
publicidad y la crítica de cine para ganarse los garbanzos. Menos mal que hay
jóvenes publicistas en Churriana, como mi antigua alumna, Marina Ruiz Ramos,
capaces de desfacer el entuerto y hacer que la creatividad y la inteligencia
sean el norte de su profesión, con el permiso de nuestro común amigo,
Descartes.
“Si
tuviéramos que elegir entre el ron y el rugby, elegiríamos el ron. Y el rugby”,
reza el eslogan citado. ¡Menuda elección! ¡Así cualquiera! Para el filósofo y
matemático Pascal, “toda la desgracia del hombre viene de no saber quedarse
simplemente sentado en su habitación”. Nos quedamos sentados, cómodamente, y
nos quedamos con el ron y el rugby (esta vez, lo vemos por televisión). Se
atribuye a Jean Buridan, un filósofo francés de la primera mitad del siglo XIV,
seguidor del nominalista Guillermo de Ockham y conocido por sus numerosas
aventuras amorosas, la formulación de la siguiente paradoja: “un asno que
tuviese ante sí, y exactamente a la misma distancia, dos haces de heno
exactamente iguales, no podría manifestar preferencia por uno más que por otro
y, por lo tanto, moriría de hambre”. En definitiva, si no hay preferencia, no
puede haber elección, y si no hay capacidad de elección, el libre albedrío se
convierte en una quimera. Aunque Buridan ha pasado a la historia, sobre todo,
por la paradoja de marras, los historiadores nos dicen que no fue creada por
él, ya que podemos encontrarla en la obra de filósofos griegos tan ilustres
como Anaximandro o Aristóteles. En De caelo, de este último, la paradoja tiene
como protagonista a un perro que debe elegir entre dos comidas igualmente
sabrosas. Al no llegar a decidirse por ninguna de ellas, acabará muriendo de hambre.
La
indecisión parece ser algo importante. Tanto, que el filósofo británico
Bertrand Russell afirma que nada puede causarnos tanto cansancio y ser tan
inútil (y eso que dicen las malas lenguas que era incapaz de hacerse un té),
provocando infelicidad. Para Russell, los que dudan entorpecen seriamente el
desarrollo del pensamiento, como los conductores que dificultan la fluidez del
tráfico rodado con su falta de resolución. Son amantes de la lentitud,
bordeando la estupidez, y suelen carecer de ambición, notas estas que
desentonan con nuestro tiempo, en las sociedades industriales avanzadas. Pero
también hay otra forma de ver las cosas. El físico, filósofo y humanista
argentino Mario Bunge, nacido en 1919 y, afortunadamente, todavía vivo,
escribió en un artículo titulado “Elogio de la indecisión”, que “el indeciso
genera impaciencia, confunde”, pero que “la libertad es también la posibilidad
de no tomar una decisión cuando uno no desea tomarla”. La indecisión del burro
nos inquieta, sencillamente, porque somos “impacientes”. La acción, esa entidad
metafísica que es principio de todas las cosas, según el Fausto de Goethe, está
sobrevalorada tanto a nivel individual como colectivo, de tal manera que parece
que si uno (un entrenador de fútbol, el presidente del Gobierno, los consejeros
de una empresa, el director de un Instituto o nosotros mismos) no actúa, no
existe, y eso que en numerosas ocasiones no son beneficiosas ni deseables las
consecuencias de nuestras acciones. Desde un punto de vista estadístico,
nuestra obsesión por la acción multiplica escandalosamente nuestras
posibilidades de equivocarnos y padecer las consecuencias de nuestros errores.
Por eso Pascal nos recomienda que nos quedemos sentados en nuestra habitación
–viendo un antiguo episodio del Inspector Gadget, añado yo, contemplando el
caos de las acciones de su protagonista-, ampliado nuestros intereses, gestando
estrategias, y adaptando con reposo y cautela unos y otras, en nuestro
beneficio individual y social, huyendo de la prevención y la precipitación,
querida Marina, como recomienda René Descartes en su Discurso del Método,
cuidando nuestra paz interior como haría el lama tibetano más escrupuloso.
Pero
“nos levantamos sin pedir permiso”, como dice el eslogan del ron místico, tal
vez, porque le conviene a nuestra especie desde el punto de vista evolutivo,
vaya usted a saber. “¡Adelante gadgetobrazo!”, o “Pechos fuera” (como decía
Afrodita A en la serie de dibujos animados japonesa Mazinger Z). Pues, como
también nos informa el reclamo publicitario de nuestro místico ron: “En nuestra
hacienda puedes perder un diente. Pero no la sonrisa”.
Rafael Guardiola
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