domingo, 9 de marzo de 2014

COLUMNA DE OPINION.LOS CAMINOS DE LA LIBERTAD




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"No deberíamos haber nacido, pero ya que hemos nacido no deberíamos morir" afirmó el filósofo y escritor jesuita Baltasar Gracián en pleno siglo XVII, en un arrebato de pesimismo barroco o de grosero realismo, según se mire. Ya que hemos nacido, nos solemos acostumbrar a lo que llamamos vivir y no pocas veces nos sentimos inmortales, sobre todo, cuando disfrutamos de las mieles de la juventud. Unamuno estaba obsesionado con que alguien le pudiese robar su yo y, por ende, con logar la inmortalidad en las obras que pudiéramos dejar en nuestro paso por este cristiano valle de lágrimas, con independencia de los anhelos trascendentes. Y los existencialistas del primer tercio del siglo pasado se empeñaron en bautizarnos como “seres para la muerte” y en poner de moda el color negro en las ropas que aderezaban sus graves rostros. Pero lo que muchos no saben es que estos mismos filósofos, aparentemente cenizos y aguafiestas a más no poder, se empeñaron en recordarnos una y otra vez nuestros límites, con la clara intención de reivindicar la radicalidad de nuestra vida, nuestra vitalidad, casi en sentido nietzscheano. Se trata de extraer el máximo jugo a nuestra existencia finita, evitar la perturbación y preparar las mejores condiciones para las generaciones futuras. No debemos temer a la muerte, subraya Epicuro de Samos, un sabio filósofo griego del siglo IV a C, pues no somos más que un conjunto de átomos materiales que se descomponen tras el último aliento, y no está mal disfrutar de la libertad, nuestro principal tesoro, como afirma Sartre, aunque no confiemos en el consuelo religioso de la resurrección, la reencarnación o cualquier otro tipo de supervivencia ultraterrena.

Y para vivir, tenemos inevitablemente que elegir, que tomar decisiones, pues la libertad positiva es la capacidad para adoptarlas, con independencia de padecer o no coacciones (salvo en el caso de que algo nos prive de nuestra conciencia, de que “nos roben el yo” unamuniano). No podemos dejar de elegir, estamos “condenados” a ello, queramos o no. Y eso que los psicólogos dicen que las personas que carecen de un entrenamiento adecuado, no son conscientes de que están constantemente tomando decisiones. Sea como fuere, el genial filósofo, novelista, dramaturgo, ensayista y periodista Albert Camus nos recuerda en El mito de Sísifo que ““no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, y que “la gente se suicida rara vez por reflexión; lo que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable”. Rara vez es una “decisión consciente” y, pese a todo, se trata de un singular ejercicio de esa libertad a la que nos condena la existencia. Me emociono al escribir estas palabras, porque no puedo ni quiero evitar el doloroso recuerdo del suicidio de mi alumno mallorquín de 1º de Bachillerato, Pau C.F., del que fui tutor además de profesor de Filosofía. Tras su muerte pocas cosas quedaban por explicar en mis clases. Se trataba de repasar nuestras señas de identidad, de someter a un severo chequeo nuestros sistemas de creencias, de tomar aire, respirar profundamente, y abrazar nerviosamente los tesoros de los sentidos, el laberinto de los afectos y el sentido de nuestras acciones individuales y colectivas. No me dio tiempo a abrazar a todos mis alumnos y alumnas en aquella concurrida iglesia donde se celebró el funeral, y me dediqué a esta tarea, de un modo u otro, hasta que finalizó el curso. En el silencio sobrecogedor de la primera clase sin Pau recordé en público su último gesto. Pau me sonrió con los ojos, con unos ojos de amplias pestañas, muy abiertos y llenos de vida, al verme salir de los Juzgados de Palma de Mallorca. Pau acababa de salir del Instituto, había cruzado la calle Vía Alemania con su mochila cargada de libros y, quizá con una carga más pesada, y se había encontrado con los ojos del hombre más feliz del mundo. Yo acababa de casarme.

Rafael Guardiola

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