Haciendo uso de una opinión de mi
admirado Addison, el filósofo David Hume afirma, sin necesidad de tocar la
gaita ni mostrarnos lo que oculta bajo la falda en un arrebato nacionalista, en
connivencia con la próxima consulta sobre la independencia de Escocia, que la
buena escritura “consiste en expresar sentimientos que son naturales pero que,
al mismo tiempo, no son obvios (…) los sentimientos que son meramente naturales
no producen ningún placer en la mente y no merecen nuestra atención (…) nada
puede procurar placer a las personas de buen gusto como no sea la naturaleza
adornada y perfeccionada por el arte, es decir, la belle nature”.
Hoy he
tenido el privilegio de asistir a uno de esas singulares experiencias, aunque
no he reconocido plenamente sus placenteros efectos hasta el momento en que me
he sentado a escribir. Esta mañana, el IES Jacaranda de Churriana estaba
inundado de molletes de Antequera, regados generosamente con aceite de oliva
virgen del campo andaluz, con los que celebrábamos anticipadamente el día de
Andalucía, y el ambiente festivo, prólogo de las jornadas de asueto con las que
nos obsequia la Administración en la provincia de Málaga, aparecía jalonado por
una ristra de risas flojas, propias de la edad del pavo, los gestos nerviosos
que anteceden a la liberación de las obligaciones y hasta el llanto
desconsolado de aquellos que han reservado para el momento la transgresión de
la norma y han sido sorprendidos in
fraganti.
Aprovechando que mis alumnos y alumnas de Segundo de Bachillerato
han partido gozosamente hacia la República Italiana para disfrutar de su viaje
fin de estudios y, consiguientemente, me han dejado huérfano unas horas, me he
atrincherado en la Sala de Profesorado dispuesto a finalizar tareas pendientes.
La rutina se ha roto mágicamente gracias a las declaraciones emocionadas de un joven
compañero que se ha reincorporado recientemente a las labores docentes y
exhibe, a su pesar, las huellas que la quimioterapia ha dejado en su cabeza.
Sus alumnos y alumnas le acababan de regalar un gorro de lana que derrochaba
“Humanidad” en el más estricto sentido kantiano. Le acababan de regalar mil y
una noches de ilusión, de amor compartido, de la solidaridad que todavía no
reina en el siglo XXI (y eso que los sociólogos decían que ya nos tocaba
disfrutar de su imperio). Le acababan de regalar un calor tan brillante como
“el rayo que no cesa” del poeta Miguel Hernández. Le acababan de regalar un
sentimiento natural que no es obvio y que, por ello, nos produce un inmenso
placer. No se lo esperaba, no lo había pedido y lo necesitaba.
Rafael Guardiola
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