No se me olvidará la respuesta que dio en un examen final de Historia uno de mis alumnos del último curso de Bachillerato (entonces se llamaba COU) de un Instituto madrileño, allá por 1986, a la pregunta “Explica en qué consistió la Primera Revolución Industrial”, ni la cara de mi atribulado compañero de evaluación, profesor novel como yo, desarmado por la osadía y desparpajo de nuestro pupilo. La respuesta fue: “¡qué le voy a contar yo, que usted no sepa!”. Una contestación impecable desde el punto de vista lógico, aunque aparezca un interesante operador “epistémico” –saber- que lo complica todo. ¿Qué es lo que yo sé? ¿Sabe alguien qué conocimientos atesora mi maltrecho cerebro? Porque puede suceder que el lector sepa que soy un fiel conocedor y devoto del archiconocido KamaSutra, compilado por el brahmán Vatsyayana, y del Ananga Ranga recopilado en 1172, pero desconozca mi pasión por El jardín perfumado, escrito en el siglo XVI por el jeque Netzawi, libro que tiene en cuenta tanto el bienestar sexual del hombre como el de la mujer.
Por no hablar de mi capacidad de simulación, de emplear las
palabras para ocultar deliberadamente la verdad en función de mis deseos e
intereses, oficio del que fueron maestros los Sofistas griegos del siglo V a C.
Les confieso que dos años antes, en 1984, mi gran amigo José Mayoral Esteban,
al que no veo desde hace una eternidad, un filósofo que derrocha inteligencia y
dotado de la peor risa posible para un espía, fue capaz de demostrar un teorema
que se inventó al salir a la pizarra, para sorpresa y gozo de los presentes en
aquella clase de Historia de la Lógica –cinco alumnos/as y una profesora-, y un
servidor se atrevió a bautizar públicamente aquella proeza como “teorema de
Bilharzia”, haciendo gala de una desfachatez pareja a la de mi alumno en su
examen de Historia. ¿Te acuerdas María José? María José Edreira Vázquez, a
quien dedico estas palabras, filósofa gallega de ojos profundos y expresivos,
que ha acabado trabajando en Radio Televisión Española, tras una agitada vida
profesional e intelectual, dentro y fuera de España, y sin flaquear en su
vocación feminista, fue una de las espectadoras privilegiadas de este magnífico
ejemplo de simulación perversa. El presunto miembro de la famosa Escuela de
Varsovia, según aseguré con firmeza, era el nombre de una molesta enfermedad
que contrajeron, entre otros, los primeros obreros que trabajaron en la Presa
de Asuán, al introducir sus piernas desnudas en las aguas del río Nilo, y de la
que nos habían hablado años atrás en clase de Antropología. Para su
información, la Bilharziasis (Esquistosomiasis) es una enfermedad parasitaria
producida por la presencia de un trematodo del género Schistosoma en el sistema
venoso mesentérico o vesicular de los humanos, durante su ciclo de vida que
puede durar años, según nos dice la ciencia oficial. Nada que ver con el paso
necesario de las premisas a la conclusión de los razonamientos deductivos, como
habrán podido comprobar, ni con la respuesta que, al parecer, dio un alumno de
la ESO, si nos fiamos de los documentos que inundan el ciberespacio: “¿Qué son
los marsupiales?: Los animales que llevan las tetas en una bolsa”. En fin, que
siempre me ha gustado hacer el gamberro, aprovechándome del camuflaje que me
brinda la seriedad y la cara de no haber roto un plato, eso sí, evitando la
crueldad y teniendo al cínico Diógenes de Sinope como bandera. Y es que “en Holanda –afirma otro adolescente avezado
en el mundo del conocimiento- de cada cuatro habitantes, uno es una vaca”, y
“Caín mató a Abel con una molleja de burro”.
“¡Qué le voy a contar yo, que usted no sepa!” es lo que se
me ocurre decir cuando me entero, por el diario El País, que con cerca de un
millón de euros se puede adquirir la nacionalidad y la residencia europeas en
Malta, España, Portugal, Chipre o Grecia. Kinga Göncz, europarlamentaria
socialista húngara, declara, en el reportaje citado: “asistimos a una
competición entre países de la Unión Europea por ver quién se lo pone más fácil
a los ricos y quién vende más permisos de residencia”… “es un fenómeno que
mueve mucho dinero y que es muy peligroso porque atenta contra los valores
europeos que establecen la no discriminación entre las personas. Por un lado
ponemos todo tipo de barreras a los refugiados para que no entren, y por otro
abrimos las puertas a los extremadamente ricos. Esto es algo que choca con el
espíritu del proyecto”. En países como Malta o Chipre, el pasaporte se puede conseguir a cambio de
inversiones o dinero en metálico. En otros, como Portugal, España, Letonia,
Austria o Reino Unido se logra la residencia gracias a la adquisición de una
vivienda o invirtiendo en deuda pública o en un negocio y, habitualmente,
después de una serie de años, se logra la nacionalidad. Y luego están los casos
de “interés nacional”, argumento que emplean 22 países de la UE para conceder
la nacionalidad a inversores, deportistas o artistas. Suscribo, por todo ello,
las palabras del entusiasta filósofo murciano Antonio Campillo Messeguer,
Decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia y Presidente de
la Red Española de Filosofía (REF) en la que nos integramos los miembros de la
Asociación Andaluza de Filosofía: “Esta es la muestra más clara de la quiebra
del proyecto europeo y de la sumisión de los gobiernos al poder del dinero: los
extranjeros ricos pueden comprar la ciudadanía de un país como España, mientras
que los pobres de la Tierra mueren en el intento de cruzar la frontera, o son
expulsados, o recluidos en los centros de internamiento, o sometidos a toda
clase de humillaciones xenófobas”. Al ser preguntado sobre los conceptos de
trabajo y energía, otro adolescente nos da la clave: “Trabajo es si cogemos una
silla y la ponemos en otro sitio, energía es cuando la silla se levanta sola”.
Nos pasamos la vida moviendo las sillas de sitio, con la esperanza de que,
algún día, las sillas se levanten solas.
Rafael Guardiola
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