"En el mundo actual, se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres, que en la cura del Alzheimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para qué sirven". Gracias al ciberespacio, pude recoger en su día los frutos agridulces de esta reflexión de Drauzio Varella, oncólogo brasileño y Nobel de Medicina, y me trajo a la memoria, a su vez, el lema de una pancarta que exhibía una joven española, hace tiempo, en una fotografía de prensa, con motivo de una concentración a favor de las virtudes de la enseñanza pública, como lamento del mundo sin esperanza que los adultos hemos legado como herencia a nuestros jóvenes: “Si lo llego a saber me opero las tetas en lugar de hacer un máster”. Sospecho que mis referencias libidinosas no me han sido sugeridas por el filtro amoroso que, presuntamente, provocó la muerte del eximio poeta y filósofo epicúreo Tito Lucrecio Caro, sino por la proximidad en el espacio y el tiempo de la celebración en Málaga del III Congreso Mundial de Sexología Médica, presidido por el Dr. Francisco Cabello, Sexólogo, Psiquiatra, Psicólogo y apasionado profesor de Secundaria, a quien tengo siempre presente en mis oraciones.
Conocer
es recordar, dice Platón, ese fornido ateniense que, según Filón y las malas
lenguas, pudo morir carcomido por los piojos, como una auténtica venganza de la
physis hacia el filósofo enamorado por las matemáticas. Y recuerdo que mi
inquieta ex alumna, amante de la salsa y del mundo del conocimiento, y a pesar
de ello, amiga, Luz Marina Bianco, me dijo hace un año, contemplando la
compleja tela de araña de nombres propios y conceptos con los que había emborronado
la pizarra, que así se imaginaba mi cerebro por dentro. Gracias, Luz, por el
elogioso escáner que me hiciste con tu atenta mirada, con la mirada de una
mujer que sonríe con los ojos. Me imagino que, a estas alturas, se habrán dado
cuenta de que hoy tengo ganas de hacer una loa a la reminiscencia, pero con
nombres y apellidos.
“Somos
nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón
de espejos rotos”, escribe Jorge Luis Borges en su poema Cambridge. La memoria,
un extraordinario logro evolutivo que, como nos recuerda Aristóteles en su
Metafísica, compartimos con algunos animales, ha alcanzado en nuestra especie
la categoría de “museo” (aunque sea quimérico), de locus sagrado de lo mental y
la subjetividad. Sin memoria, el aprendizaje sería una pasión inútil, no
podríamos sobrevivir dentro de la vorágine cambiante de acontecimientos que
apuntalan nuestras vivencias, y fracasaríamos a la hora de construir nuestra
identidad personal y el mundo de los afectos. Pero la memoria es también un
dulce motivo de placer, y no sólo porque gracias a ella podemos reconocer el
uso erótico de las glándulas mamarias –operadas o no, por culpa de un máster- o
los penes erectos gracias a Viagra o Levitra o la madre Naturaleza.
Es un
placer para mí recordar que, hace casi veinte años, conocí a Ismael Martín
Sánchez, un auténtico capitán pirata en el mercadillo de Churriana de los
martes. Con su bajel multicolor cargado de fruta, y su tripulación multiétnica,
mi amigo Ismael, el de los ojos de gato de diferente color, ejecuta una
coreografía arriesgada, repartiendo chistes y frases ingeniosas a su fiel
clientela, al tiempo que juega con los precios ajustándolos al semblante del
consumidor, cuando nos encuentra tristes o serios. Ismael es un gran filósofo
de la universidad de la vida, abraza con su movimiento, envuelve al espectador
con su energía, hace juegos malabares conceptuales con las naranjas y las
manzanas, llenando el espacio con un calor muy cercano, casi como una madre
protectora (y eso que es un gran seductor y un viril apasionado de las motos).
Ismael es un amigo incondicional, pero también es un singular capitán pirata de
la empatía, a la vez, padre y madre.
Les
animo desde aquí a cuidar del mapa de su tesoro, con el tesoro de su memoria,
sea con una botella de ron o con una cerveza sin alcohol, gozando del fresco
olor de la hierbabuena que, con tanto cariño, regala mi amigo Ismael en su
cátedra del mercadillo de Churriana. Gracias al mapa del tesoro sabemos que
Platón murió, simplemente, acosado por la desbordante vitalidad de los piojos.
Rafael Guardiola Iranzo
1 comentario:
Bravo Rafael! Gracias por tus pensamientos. Un abrazo!
Publicar un comentario