En un
famoso ensayo titulado Del asesinato considerado como una de las bellas artes
Thomas De Quincey, ese sagaz intelectual inglés aficionado al opio, que vivió
en el siglo XIX, escribió una gran verdad: “si uno comienza por permitirse el
asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la
inobservancia del Día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y
por dejar las cosas para el día siguiente”. No sé ustedes, pero yo todavía no
me he aficionado al asesinato. Seguramente será porque todavía estoy preocupado
por la buena educación y me inquieta dejar las cosas para mañana.
“Abstente
del placer y soporta el dolor” era el lema de los filósofos estoicos griegos y
romanos. ¿Será cierto, como afirmara un alumno en un examen de Bachillerato,
que “los emperadores romanos organizaban combates de radiadores”? En cualquier
caso, Carlomagno debía ser bastante estoico, ya que en otro examen se dice que
“se hizo castrar en el año 800”. Tengo que confesarles que ha habido momentos
en los veintisiete años que llevo dando clase en los que me he identificado con
este original Carlomagno. Volviendo a los estoicos, esos pesadores tan cenizos,
debemos anticipar los males por adelantado, tenemos que estar preparados para
el momento en que se presente una circunstancia negativa imprevista, debemos
practicar una vigilancia constante. Aunque el amor policial por el presente y
el sentimiento kantiano del deber cumplido puede ser de gran ayuda (sobre todo,
como invitación a la serenidad y la tranquilidad), yo prefiero el mensaje menos
tenso de los seguidores de Epicuro de Samos. Epicuro nos recomienda apartarnos
de la visión de las cosas dolorosas y fijar la mirada en los placeres, porque,
como se afirma en otro examen, “la mortalidad infantil era muy elevada, excepto
entre los ancianos”, y “los niños nacían a menudo a edad muy temprana”. Como,
según una de mis alumnas, “la epistemología es una enfermedad muy difícil de
curar”, les recomiendo huir lo antes posible del dolor, sobre todo, el que
provocan las clases de Filosofía.
Cuenta
la leyenda, que el joven Alejandro de Macedonia buscó un día, consumido por la
curiosidad, a un filósofo que vivía en un barril y tenía la desvergüenza de un
perro. Por cierto saben que un alumno de Bachillerato escribió en un examen que
“el perro, al menear el rabo, expresa sus sentimientos como lo hace el hombre”.
¡Vaya, nos han descubierto! Ese filósofo singular al que me refiero no es otro
que Diógenes, el auténtico antagonista de Sócrates. El gran Alejandro encontró
a Diógenes tumbado, tomando el sol. El joven soberano, se esforzó por mostrarse
generoso y concedió al filósofo un deseo, como si fuera el genio de la lámpara.
Diógenes simplemente dijo: “no me quites el sol”. Pero no se engañen: el cínico
griego no es un cómplice del poderoso, como suele pasar con los intelectuales
modernos, desafía al poder, a la ambición, al reconocimiento social. Y lo hace
porque es tan libre como para decirle las verdades. Los educadores hemos
sembrado sin pudor deseos, proyectos y ambiciones en la mente de nuestros
alumnos y alumnas ofreciéndoles una Tierra Prometida, como si nos perteneciesen.
Ha llegado el gran día, ese momento estelar en el que me atrevo a proclamar una
gran verdad ante mi atento alumnado: os pertenecéis, nada nos debéis, y espero
que estéis sedientos de causas por la que merezca la pena luchar.
Rafael Guardiola Iranzo
No hay comentarios:
Publicar un comentario