Hace una semana me dio un vuelco el corazón y el bajo
vientre al leer en la prensa que una jueza alemana, de nombre Ulrike Andree,
había ordenado que un perito midiese el pene de un repartidor de una empresa
privada de 54 años, acusado de exhibir su amado miembro cuando entregaba un
paquete a una joven de 16 años. La joven afirmó que el repartidor, en el
momento cumbre, mostraba su pene colgando, cual feliz chistorra, fuera de la
bragueta de su propietario, algo sólo reservado a un selecto grupo de elegidos
por la naturaleza, según dicen las malas lenguas, como el Libertador Simón
Bolívar, el monarca Fernando VII, el conspirador Rasputín o el actor porno
Nacho Vidal. La esposa del atribulado cartero salió en defensa de éste en la
vista celebrada el pasado 21 de agosto, afirmando: "Tesoro, perdóname pero
tu pene es demasiado corto como para colgar del pantalón”. Ya ven, el tamaño
importa tanto, que nos puede librar de una falsa acusación de acoso sexual, y
las palabras de la fiel esposa nos remiten a la ceremonia del perdón,
recordando una vez más la vergüenza que puede causar al varón, en nuestra
sociedad patriarcal, la reducida extensión de sus colgajos.
Y entonces me pregunté, a pesar de la lentitud con la que
trabajan las neuronas un día de terral, ¿no se le ocurrirá a nuestra autoridad
competente, tan obediente a las órdenes germanas, realizar pruebas periciales,
como la mentada anteriormente, a los funcionarios públicos varones como un
servidor, para acometer su enésimo recorte –espero que no sea literal-, para
reducir plantillas? ¿Qué más sorpresas desagradables nos deparará nuestra
presunta “recuperación económica” después del largo paseo de Rajoy con Merkel
en tierras gallegas?
El tamaño también importa a la hora de hablar de la “capa
magna” del nuevo arzobispo de Valencia, el cardenal Antonio Cañizares, uno de
los miembros más conservadores del episcopado español, y natural del mismo
pueblo que vio nacer, jugar, crecer, cantar y tocar el piano a mi madre y al
beato Gálvez Iranzo, quien sufriera martirio en Japón en sus labores de
apostolado. El titular de prensa subraya que “El nuevo prelado de Valencia se
enfundó la prenda, de más de cinco metros de longitud y en franco desuso desde
que Pablo VI la desaconsejara en 1969, en la ordenación de dos sacerdotes”. Les
aconsejo que busquen las imágenes en la red: no tienen desperdicio. Larga la
capa roja de Cañizares, digna del exhibicionismo excesivo, pazguato y hortera
de las pasarelas de Hollywood el día de la concesión de los premios Oscar, o
del genio castizo de nuestras folklóricas más queridas, y cortas sus
entendederas cuando se le ocurrió disculpar en el año 2009 los abusos a menores
por parte de algunos miembros de la Iglesia católica, aprovechando que el
Pisuerga pasa por Valladolid, diciendo que “no es comparable lo que haya podido
pasar en unos cuantos colegios, con los millones de vidas destruidas por el
aborto". Signos de megalomanía que poco casan con los nuevos aires de
renovación que soplan desde el Vaticano y la idea de una Iglesia de los pobres
.
Larga fue también la cadena de sujetadores con la que
rodearon la fachada principal del Ayuntamiento de Valladolid aquellos y
aquellas que no comulgan con las recientes declaraciones de su alcalde, Javier
León de la Riva, a propósito de las recomendaciones del Gobierno al género
femenino para evitar las violaciones: “Me da cierto reparo entrar en un
ascensor por si hay una chica con ganas de buscarme las vueltas, se arranca el
sujetador o la falda y al salir del mismo grita que la han intentado agredir”.
Aunque después de la tempestad vinieron las disculpas, lo cierto es que hace
tiempo ya que el corregidor vallisoletano exhibe una lengua procaz, digamos,
bastante larga y que, no por ello, da la talla.
Se me ocurre que no estaría mal encontrar refugio en el
viejo ideal de la igualdad, tan vituperado por Nietzsche en su elogio a la
diferencia, aunque sea por un ratito, para evadirnos de miras tan cortas y
acontecimientos alienantes, de manos del sentido de la “fiesta”, tan felizmente
arraigado en estas latitudes, cuando aún resuenan los ecos de la Feria de
Málaga. En su Carta a D’Alembert, el filósofo ginebrino Rousseau aborda el
problema político de la regulación del entretenimiento y la diversión en la
ciudad moderna, en la que los aristócratas y la alta burguesía conviven
–muchos, a su pesar- con las clases populares, y ve en la fiesta pública un
claro motivo de encuentro. En la fiesta publica, en la que todos pueden
participar, se suspende momentáneamente la desigualdad reinante, brota un
estado de ánimo colectivo del que mana el sentimiento de “ser igual”, actores y
espectadores se reconocen como iguales, y queda de manifiesto la doble
condición del ciudadano: activa, como legislador, y pasiva, como sujetos
sometidos a una legislación, al tiempo que la libertad adquiere el significado
singular de sometimiento a las leyes que el propio ciudadano se ha dado a sí
mismo. En la fiesta “a la luz del sol” y “al aire libre” que idolatra Rousseau,
ese magnífico espectáculo de seres humanos unidos, queda restaurada la
comunidad en una unidad afectiva transitoria (esa que se toman tan al pie de la
letra los que se exceden con el alcohol, cuando nos abrazan, melosos,
diciéndonos cuántos nos quieren), sale a la luz la espontaneidad de las gentes
del pueblo y se santifica nuestra naturaleza gracias a la alegría. Por eso,
aunque el tamaño importe, brindo con Rousseau para que “alumbre el sol nuestros
espectáculos inocentes” y el ciudadano reconozca que su condición social no se
agota en la obediencia, pues es también legislador y dueño de su propio destino
individual y colectivo.
Rafael Guardiola
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