¡Me aburro! exclama con una
cantinela infantil el ínclito Homer, patriarca de los Simpson, cuando los
productos del intelecto llaman a su obtusa puerta de insultante concupiscencia.
¡Me aburro! es también es eslogan más difundido en la orilla de la playa desde
donde escribo estas torpes palabras, entre lloro y lloro, en boca de los
pequeños miembros, con perdón, de la “generación perdida”, para desesperación
de sus heroicos progenitores. ¡Me aburro! me temo, es también la expresión que
aparece en la versión subtitulada de la película de mis clases de Filosofía.
Fue
el pensador racionalista y brillante matemático francés Blaise Pascal, quien
introdujo abiertamente el tema del aburrimiento en los anales filosóficos del
siglo XVII y nos legó esta tarea a la posteridad. Pascal está convencido de que
si el ser humano “no tiene divertimento y si se le deja considerar y
reflexionar acerca de lo que es, esta lánguida felicidad no le sostendrá ya,
caerá necesariamente en la visión de lo que le amenaza, de las rebeliones que
pueden acontecer, y finalmente, en la muerte y en las enfermedades que son
evitables; de suerte que si no tiene lo que se llama divertimento, helo
desgraciado, y más desgraciado que el más ínfimo de sus subordinados que juega
y se divierte” (Pensamientos,
aforismo 139). La distracción que proporciona el divertimento es una potente
droga que no debe faltarnos, si hacemos caso a Pascal: nuestro pensamiento debe
distraerse de sí mismo y de su propia inutilidad (ahí es nada).
No
obstante, me imagino que se han dado cuenta de que la visión que Pascal tiene
del género humano es bastante optimista. Parece como si la mayor parte del
tiempo estuviésemos pensando sesudamente, tratando de desentrañar nuestro
enigmático papel en el cosmos y en el flujo incesante de la vida, y que el ocio
nos desviase ocasionalmente de esta pasión reflexiva. Si esto fuese así, los
participantes del concurso de lanzamiento de boina que se organizaba hace años en
Colmenar de Oreja (Madrid) –con especial mención a la técnica de “lanzamiento a
sobaquillo”-, recuperaban ipso facto
su condición de sujetos pensantes al finalizar tan singular certamen, adoptando
la pose de la conocida obra de Rodin al tiempo que iniciaban un profundo
soliloquio sobre el sentido de la existencia humana.
Nuestra
civilización del ocio ha convertido la diversión en un ídolo incontestable y
por ello asumimos con naturalidad la condena de tener que divertirnos a todas
horas, y el miedo al aburrimiento se muestra como uno de los más inquietantes.
¿Qué podemos hacer si el tedio se apodera de nosotros, si ya no sabemos cómo
divertirnos, si no tenemos a mano una boina o un azadón para proceder al
lanzamiento racial y recibir como premio un saco de pienso? ¿Por qué es tan
horrible para algunos humanos eso de “no hacer nada”? Dicen los historiadores,
que notables miembros de nuestra especie, como Sócrates y Kant, grandes
aficionados a los paseos, o Marx, conocido hombre de acción en sus tiempos
mozos, que acabó mimetizándose con un pupitre del Museo Británico durante un
largo período de su vida, o el mismísimo Darwin, no tuvieron ningún empacho en
intentar hacer llevadera una vida, cuando menos, monótona, con chanclas o
zapatillas de cuadros, según la estación del año. Se me antoja que no estaría
mal recuperar el espíritu de Pascal, aunque sin pasarse, reconociendo que el
aburrimiento nos puede devolver nuestra humanidad renovada, al hacernos tomar
conciencia del tiempo, de ese “tiempo vivido” que tanto le gustaba al filósofo
francés Bergson y a su admirador, Antonio Machado, tan distinto de la magnitud física santificada
por Newton y de ese tiempo que se gana o se pierde, como acostumbramos a decir,
con mentalidad calvinista.
Gracias al
aburrimiento, lejos tanto de los afanes de la labor productiva, como de la
necesidad compulsiva de la diversión, acabo de alimentar mi atocinado cerebro
contemplando mi propia imagen, reflejada en un minúsculo espejo de lata, de pobre
factura y gran misterio, que custodio como un auténtico tesoro, testigo de una
visita a la Medina de Fez. El misterio de la sonrisa preñada de un incierto
futuro de aquella adolescente marroquí de ojos negros y brillantes, ávidos de
conocimiento, que cambió el acostumbrado tono de súplica hacia los forasteros,
por la actitud generosa de la sobreabundancia, cuando depositó un espejo mágico
en mi mano diciendo: “te lo regalo”.
Rafael Guardiola
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