¿Tiene usted
el “síndrome de Stendhal”? Si es así, no se preocupe, pues tan extraña dolencia
no requiere, que yo sepa, cirugía, ni degustar un colorido cóctel de fármacos,
para mitigar sus paralizantes efectos. Por cierto, les confieso que me resultan
inquietantes, a este respecto, los anuncios que aparecen de modo recurrente en
la prensa, invitándonos a un alargamiento y estiramiento de pene sin cirugía,
con el pretexto de que el sexo es vida. Y yo me pregunto, ¿será algo parecido a
lo que hace el correcaminos con la maltrecha y elástica osamenta de su
antagonista, el osado coyote, en los dibujos animados de mi infancia jurásica?
¿o al proceder de los fornidos vascos que ejercitan su testosterona en las
competiciones de “sokatira”, como remedo de las viejas disputas maniqueas entre
el bien y el mal? Prefiero no pensar mucho en ello, por si las moscas.
En sus
notables escritos de viaje, el insigne Henri Beyle, más conocido por su
seudónimo Stendhal, figura imprescindible de la literatura francesa del siglo
XIX describe, entre otras, la reacción psicosomática que le produjo la
contemplación de la belleza majestuosa de la basílica de Santa Croce en
Florencia, a la que asoció necesariamente su sensibilidad y sus envidiables
conocimientos históricos. El escritor, aturdido por la experiencia estética y
los placeres de la memoria tuvo que salir a respirar a la plaza para poder
recobrar el aliento. Son muchos los turistas que acaban aquejados,
paradójicamente, de trastornos visuales, náuseas, vómitos y malestar a causa de
la cantidad y calidad de las manifestaciones artísticas de una ciudad como
Florencia. Curiosamente, no es el placer, sino la extenuación y el agotamiento
físico el resultado de los itinerarios y horarios de las visitas a los
monumentos y atracciones artísticas de todo tipo que se suele exigir al
turista, con criterios propios de la disciplina militar. Y lo más grave, es que
puede ser uno mismo quien ceda a la tentación de perseguir el agotamiento a
fuerza de tanto porfiar por la belleza o, simplemente, lo castizo o lo
novedoso, aunque no siga los dictados del grupo o la organización de una
visita. Sin ir más lejos, todavía recuerdo vivamente esta oscura sensación agridulce
después de mis últimas visitas a Viena, Praga, Munich o París. Todavía me
sentía presa de una asociación falaz entre cantidad y calidad, como si la
calidad de mi experiencia estética y antropológica me exigiera visitar todos y
cada uno de los puntos de interés señalados en el mapa, compitiendo en el
intento con las columnas disciplinadas de turistas nipones (estos no suelen
torcer el gesto, esbozando siempre una enigmática y amplia sonrisa, aunque se
vean asediados por los juanetes, los espolones calcáneos o las hemorroides en
estado virulento). Y para mayor abundamiento, ya saben que tenemos que
fotografiarnos o protagonizar algún
video doméstico –pidiendo permiso, eso sí, a los japoneses a los que me he
referido, que son cada vez más altos, no te dejan ver el minúsculo cuadro de la
Gioconda y encima llevan sombreros cordobeses rojos que te impiden otear el
horizonte- a las puertas de los museos o ante los monumentos que nos señala
diligentemente la guía turística, para recordarnos que hemos estado allí. Es
como ponernos una medalla, la condecoración que premia a los que no dudan en
perder la salud y el seso por amor al arte o a lo diferente y novedoso que
tanto agradaba a Baudelaire.
Más de una vez
he creído poder leer el pensamiento de algunos nativos de las ciudades
monumentales, sentados plácidamente en una cervecería al aire libre cercana al
museo, al contemplar mis ojos desencajados, la frente sudorosa y un esbozo de
estiramiento, a la salida de la exposición: “estos turistas son gilipollas”.
Nada tiene que ver esta sobredosis visual con los efectos benéficos de la
educación sentimental por la que abogaba Schiller, ni el enriquecimiento moral
y cognitivo por el que suspiran platónicos y kantianos, salvando las
diferencias. Y eso que, cuando vivía en Madrid, mi ciudad natal, yo no era tan
gilipollas, me proponía metas alcanzables, como dedicar unas horas a la
contemplación de uno o dos cuadros del Museo del Prado, previamente
seleccionados, exprimiendo hasta la última gota de placer sensorial que
proporciona la contemplación de un original, como si se tratase de una
experiencia mística digna de Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, o de
un rapto de posesión erótica, sostenida en el tiempo, a pesar de la irrupción
ocasional de los sombreros cordobeses de color rojo que coronaban las cabezas
de los turistas japoneses en mi campo visual. Yo ya sabía que había estado
allí, aunque nadie me fotografiase o hiciese un video de mi visita, y tenía la
sensación de llevarme del “Lavatorio de los pies” del genial Tintoretto, con
perdón, hasta las sensaciones olfativas del momento que
retrata la escena. La experiencia estética puede ser, sin duda, liberadora,
pero nuestra condición de “público de masas” puede convertirla en alienante.
Por eso mismo, mi amigo y hábil fotógrafo, el filósofo madrileño José Mayoral
Esteban, me enseñó a amar las tarjetas postales, que lo simplifican todo y nos
dejan mucho tiempo libre para el
auténtico placer que las obras de arte esconden y comunican, a un tiempo, a
nuestros sentidos, nuestra imaginación, nuestra memoria y nuestro entendimiento.
Rafael Guardiola
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