¿Su corteza cerebral es realmente
original? Además de rimar, sospechosamente, con “orinal”, lo original es una de
la claves de la posmodernidad. Tal vez no nos debería preocupar ser los
primeros en detectar la novedad, en levantar el brazo con la velocidad del rayo
para satisfacer nuestra necesidad de reconocimiento entonando el “yo lo se´, yo
lo sé” más sonoro, sino ser capaces de ver las cosas viejas y manoseadas,
desgastadas por tantas miradas, como si fueran nuevas. Esta situación suele
provocar cambios, transformaciones mil, y hacer más fresca nuestra mirada.
Pues, como afirmaba el novelista francés Marcel Proust, “el verdadero viaje de
descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos
ojos”, en abrirlos de forma obscena, y abandonarse al placer del descubrimiento
que nos brinda el azar, a decir de Nietzsche, “ese ser completamente vulgar y
sin cerebro”. Y, por ende, no tengo nada claro si este afán investigador que
impulsa la vergonzosa “fuga de cerebros” de la España actual (que más bien es una
“huida por los riesgos de la sodomización institucional” en busca de la
supervivencia) tendrá algo que ver con la también vieja y manoseada conquista
de la felicidad. Fíjense, si no, lo que le ocurrió al gran filósofo y
científico británico Francis Bacon –que nada tiene que ver con las aficiones
gastronómicas de aquellas latitudes. Dicen
las malas lenguas que Bacon, el padre del método inductivo, murió en las calles de Londres tras rellenar de nieve
un pollo para comprobar los efectos de la refrigeración. Tal vez, la curiosidad
I+D propulsó a Bacon a su “Nueva Atlántida”, a su singular utopía científica.
Pero la frialdad de la nieve nada tiene que ver con el ardor que puso en otro
empeño no menos científico, el filósofo árabe,
Avicena, en el crucial momento de
abandonar este valle de lágrimas: murió de una sobredosis de opio tras
entregarse con un celo excesivo a la actividad sexual. No se vayan a pensar que
la ciencia está siempre reñida con el disfrute gozoso de los sentidos.
En su obra Elogio de la locura, el humanista
del Renacimiento Erasmo de Rotterdam nos saluda con provocación y sarcasmo, o
lo que es lo mismo, nos invita a pensar.
“¿Es que no veis que los demás seres con vida son más felices cuanto más lejos
se hallan de las ciencias, y sólo tienen por maestra a la naturaleza? ¿Qué más
feliz y más admirable que las abejas?” Si fuéramos capaces de desprendernos de
nuestro caparazón quitinoso llamado libertad, podríamos ser unos escarabajos
felices, retozando sin cesar como dioses egipcios, alejados
de las decisiones que nos humanizan y, al tiempo, nos esclavizan por la maldita
costumbre compulsiva de elegir sin descanso,
una y otra vez. Continúa Erasmo: “lo mismo sucede entre los mortales que
se esfuerzan por alcanzar la sabiduría y son por lo mismo los más alejados de
la felicidad. En realidad, son doblemente estúpidos, primero porque ignoran su
condición de hombres, y segundo porque quieren enviar a los dioses inmortales
y, a ejemplo de los gigantes, hacen la guerra a la naturaleza, valiéndose de
las armas de la ciencia”. Es lo que pasa con la llamada “docta ignorancia”, con
los prejuicios del academicismo y el abuso del antropocentrismo tan de moda en
la época que le tocó vivir a Erasmo de Rotterdam. Con el paso del tiempo, he
logrado firmar el armisticio tanto con la naturaleza como con los soberbios (en
su doble sentido) productos culturales, pero no es tarea fácil. Me hacía falta
vivir, experimentar ciertas vivencias, “meterme en sus fauces”, como dice Nietzsche,
aun a sabiendas de los peligros que entraña, pues el azar puede devorarnos en
el intento.
Hoy
me he despertado con el firme propósito de “ser original”, de tener unos ojos
de última generación, con pantalla táctil, viendo las cosas viejas como si fueran
nuevas, y sentir placer por ello. Hoy tengo un nudo en el estómago al recordar
el profundo dolor que me produjera días atrás saber que mi gran amiga, la
filósofa madrileña de sonrisa interminable y raíces manchegas, Mari Carmen
Andrés Rivas, dejó de resistir el pasado 23 de junio el acoso del cáncer que
padecía desde hace demasiados años, con una fortaleza que dejaba perplejos a
propios y extraños. Pero los nudos se desatan (ya saben que no conviene sufrir
más de la cuenta) y se transforman en un sincero agradecimiento a la vida por
haber tenido el privilegio de su amistad, de su espontaneidad y su pasión por
las cosas bien hechas. Y soy original a lo Proust, asimismo, al reconocer como
excepcional el rastro fresco que me dejó en la mejilla el beso de mi
jovencísima vecina, Irene, que juega a “hacerse mayor” pero que es capaz de
columpiarse en la barra de la puerta del garaje, gritando su vitalidad a los
cuatro vientos.
“¿Hay acaso, ¡por los
dioses inmortales!, seres más felices que esos hombres que el vulgo llama
payasos, tontos, fatuos y locos de remate, apelativos todos ellos espléndidos,
a mi parecer?”, afirma Erasmo. Yo todavía
no lo tengo claro.
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