Es mi intención entre artículos de opinión –cuando esto sea posible- ir intercalando relatos breves de mi propia cosecha.
Me van a permitir y
como continuación a mi anterior artículo, deseo hacerles partícipes de un
relato de género negro que escribí hace algún tiempo, que si bien en su esencia
es violencia de género, tanto física como psicológica, el desenlace no es el
que normalmente suele suceder, y aunque se hace justicia, esta se imparte de
manera despiadada. Pero no quisiera revelarles como acaba.
JUSTICIA CIEGA
‘Lo siento se me ha ido
la mano, cariño’, fue lo que dijiste la primera vez que sucedió cuando éramos
novios dentro de tu antiguo Ford Fiesta; y yo como tierna enamorada no le di
importancia. ‘Mucho genio es lo que tiene mi novio’, alegaba tontamente. Desde
entonces me has ridiculizado e insultado infinidad de veces. Humillándome en
privado y en público. Te daba igual quien estuviera delante, descalificándome
si se presentaba la ocasión.
Ya casados controlabas
hasta el dinero que podía gastar y lo que debía comprar. Continuas amenazas por
celos infundados. ¡Que ciega! Muy a mi pesar has sido el único hombre que he
querido. Me has aislado de mis amigos e incluso de mi familia. Después de cada
arrebato, tu promesa de cambio se diluía como sal en el agua. He recibido de
ti: malos gestos y gritos como regalos de cumpleaños; bofetadas y puñetazos
como muestras de tu cariño más ardiente; amenazas veladas como susurros
amorosos; violaciones como prueba de tu libido iracunda; cubos y espuertas de
incomprensión, apatía e indolencia. Y no sé qué es peor, vivir juntos o
separados. Desde que el juez dictó orden de alejamiento, te la saltas a la
torera amenazándome a mí y a los niños. Dices que nos matarás a los tres. Y no
he podido más. Ya no más…
Se incorporó después de
haber estado en cuclillas soportando el peso de su cuerpo. Lo dejó desplomarse
en el suelo. Acarició levemente su mejilla. Las huellas rojas y húmedas de los
Dolce & Gabbana, que se había comprado para la ocasión, se señalaban en el
gres blanco del suelo. De espaldas a él, se abotonó el vestido que le había
desabrochado y soltó temblando el cuchillo ensangrentado sobre el suelo de la
cocina.
Ahora sí; ahora tenía
la certeza de que todo había acabado. Su
calvario había finalizado de una vez por todas. Cogió el teléfono y se
dispuso a llamar a la policía para entregarse….
Un filo metálico,
inquebrantable y frio con olor a muerte le penetró letal y despiadado por su
costado.
Pepe Cabrera
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