“El buen sentido”, dice René Descartes al
principio del Discurso del Método,
“es la cosa mejor repartida del mundo”. No obstante, a estas alturas de mi
vida, tengo serias dudas al respecto, pero no por ello quiero malgastar la
oportunidad que aquí se me brinda para entregar a todas las mentes sanas y
atentas –como diría el mentado filósofo de enormes narices- los frutos de mi
contrastado ingenio. Y es que, ensimismado como estaba una tarde, hace ya unos años,
tratando de poner en orden el flujo incesante de ideas, imágenes y deseos
inconfesables que pasaban por mi cabeza, me asaltó un pensamiento sólido y bien
trabado, que aquí humildemente me atrevo a enunciar. Dice así: Los profesores
de cualquier género imaginable somos ordinarios o extraordinarios. Si un
profesor es ordinario, se limita, por regla general, a exponer a sus alumnos y
alumnas los contenidos de un manual o libro de texto, y si esto es así, parece
razonable pensar que no merece la pena asistir a sus clases. Pero si resulta
que el profesor es extraordinario –como es mi caso, obviamente- no es difícil
imaginar que sus clases serán incomprensibles para el alumno medio, y si esto
es así, podemos decir perfectamente que no merece la pena asistir a sus clases.
En consecuencia, sea como fuere, no merece la pena que los alumnos y alumnas
asistan a las clases que impartimos. Es una lástima que la mayor parte del
alumnado que me ha padecido desde 1985, en Madrid, Mallorca y Málaga, se haya dado
cuenta de esta circunstancia demasiado tarde.
Pero, aunque parezca mentira, cuando yo era
adolescente, en el Jurásico, más o menos, sospechaba que eso de la educación
era algo valioso (tan valioso que hace muchos años que me da de comer). Y cayó
entonces en mis manos la Autobiografía
del filósofo y matemático británico Bertrand Russell. Sus palabras me han
acompañado desde entonces, sobre todo, cuando el curso comienza –como ahora- y
cuando llega a su fin. “Tres pasiones simples, pero abrumadoramente intensas
–dice Russell- han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda de
conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad”.
El amor, el conocimiento y la solidaridad con el que sufre, entre otras cosas
(para mí, también conviene hacer sitio al humor), hacen que mi vida tenga
cierto sentido y pienso, por todo ello, que los docentes tenemos que dejarnos
la piel intentando conciliar en las aulas la mente y el corazón, las letras y
los números con el espacio abierto de las emociones y las habilidades sociales.
Gracias, en cualquier caso, en mi nombre y en el de mis compañeras y
compañeros, por todo lo que he aprendido, sentido y querido compartiendo el
espacio del IES Jacaranda, desde 1994, con la ilustre
ciudadanía de Churriana.
Rafael Guardiola Iranzo
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