“Voy a escuchar música” es mi máxima subjetiva kantiana para
hoy. Y trato que sea siempre mi consigna inexpugnable cuando no tengo más
remedio, como es el caso, que consagrarme al noble pero ingrato oficio de
corregir exámenes. Exámenes en los que leo que la poliomielitis es “una
enfermedad bílica (sic) que afecta a las neuronas anteriores de la médula
espinal y el encefálico (sic)” y la xenofobia, “el odio a las mujeres”. Como ya
se habrán imaginado, la expresión “voy a corregir exámenes” es un claro
eufemismo que está, inevitablemente, en boca del docente, cuando nos toca, como
a los feroces dioses de la Teogonía del poeta Hesíodo, repartir castigos y
premios. Después de un accidentado viaje por varias dependencias de mi casa,
tengo una columna de folios escritos delante de mí, manifestándose como seres
“en sí”, amenazando la integridad de mi conciencia hegeliana. Me corresponde
“juzgar”, algo que me gusta menos que la mermelada de lentejas o un bocadillo
de chapas, como se decía en esos tiempos en los que yo podría exhibir mi cabeza
coronada por un pelo liso y quebradizo. Muchas veces pienso: ¡quién fuera Harry
el Sucio, con su enorme pistolón en ristre, la voz grave, profunda y penetrante
de Constantino Romero y un peinado capaz de resistir las inclemencias
atmosféricas con tanta dignidad como el mismísimo tupé de Elvis o de Tony
Manero en la película Fiebre del sábado noche (como habrán notado, estas
referencias musicales y cinematográficas son propias de alguien ya bastante mayor).
Harry no parece escuchar en su cabeza la máxima bíblica “no juzgues y no serás
juzgado”, porque lo tiene muy claro: él es la ley, él es la justicia, y que se
nos ocurra decir lo contrario. Acabaríamos cosidos a balazos y dejaríamos todo
hecho un asco, lleno de fluidos corporales, trozos irreconocibles de vísceras y
sesos esparcidos por doquier, seguramente en horario infantil. No creo que
pudieran disecarme, como es mi deseo, tras fallecer, con semejante dispersión
de componentes corporales inventariables, para luego ser expuesto, en posición
rampante, a la entrada de las dependencias del Departamento de Lingüística,
Lenguas Modernas, Lógica y Filosofía de la Ciencia y Teoría de la literatura y
Literatura Comparada de la Universidad Autónoma de Madrid, en un guiño cómplice
al filósofo británico utilitarista Jeremy Bentham, cuya momia preside el
University College de Londres, lo que le permite, hasta el momento presente,
seguir participando en las reuniones del consejo académico, aunque sea como
convidado de piedra. Salvando las distancias, no les oculto que me causa cierta
inquietud la aplicación de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana del ministro
Fernández, porque temo que trastoquen mis planes de futuro de ultratumba o
condenen a mis herederos a tener que pagar a unos guardas jurado para proteger
el presunto carácter provocador de mi insolente momia rampante. ¿Y si alguien
se le ocurre atar mi momia a un caballo, como al parecer hicieron con el cuerpo
del Cid Campeador, para encabezar alguna “marcha por la dignidad”? Miles de
antidisturbios podrían abortar mi resurrección política a la llegada a la
capital del reino, y encima me pedirían la documentación (y yo, con estos
pelos). Tengo la esperanza de que ente los defensores de la ley que pudieran
recibirme post mortem, esté mi antigua alumna de Churriana, Estrella Heredia
Fernández, en cuya humanidad de enormes ojos verdes siempre he confiado. Estoy
deseando que, dentro de muy poco, pueda detenerme como es debido, con la
amabilidad y la alegría de vivir que le es propia.
Si es difícil juzgar, lo es más juzgar a alguien que
queremos. Esto es lo que me está pasando este glorioso fin de semana, nadando
con dificultad en un mar de folios escritos con nerviosismo a las puertas de la
explosión hormonal de la primavera. Intento, una y otra vez, buscar la fría
objetividad de la crítica kantiana, juzgando y enjuiciando, sometiendo al
“tribunal de la crítica” los frutos
intelectuales de mi alumnado, eludiendo la censura fácil y evitando lamentarme
por la degradación que pudieran sufrir las palabras que sembré en clase, días
atrás. Soy consciente de que en la génesis de lo que estoy leyendo se ocultan
montañas de sentimientos, y juego a adivinar las necesidades que se esconden
tras estas cortinas de papeles escritos, pero me temo, por ello, que mi afán de
hacer justicia no sea justo. A estas alturas, ya se habrán percatado del ardid
que subyace a mi máxima. Hoy “voy
escuchar música”, una de las actividades que más placer me proporcionan,
para que no se apoderen de mi res cogitans la cólera, el enfado, la tristeza,
el sentimiento de pérdida, el dolor, el miedo y tantas rémoras emocionales que
generan la injusticia, y para no ser abiertamente injusto con tantas personas a
las que aprecio, con sus sentimientos y necesidades. Sólo tengo entre mis manos
hojas sin voz con signos desnudos, en el mejor de los casos, y yo no soy ni
quiero ser Harry el Sucio.
Rafael Guardiola
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