Para algunos de mis alumnos de
Segundo de Bachillerato, la Edad Media cuenta con un nuevo filósofo escolástico
y, santo, por más señas. Se trata de “Santo Tomás de Equino”. ¿Tenía este
último alguna relación de parentesco con el “Doctor Angélico”, “Luz de la
Iglesia” y “Buey mudo de Sicilia”, como cariñosamente llamaban sus
contemporáneos a Santo Tomás de Aquino? ¿Nos encontramos ante un fenómeno
paranormal, vamos, un “Poster Gay” (como afirmaba una mujer de edad provecta en
un reportaje televisivo, haciéndose portavoz de la ciudadanía)? Mis compañeros
me consuelan diciéndome que estoy de enhorabuena, por el vocabulario culto y
fluido que manejan mis pupilos. Pero yo no hago más que imaginarme la
entrañable escena en la que, según los cronistas de la época, el genial Mozart utilizó
como mesa la espalda del virtuoso de un instrumento de viento que le había
solicitado un concierto, para escribir su composición, y al que obligó a
caminar a cuatro patas por la estancia de semejante guisa. Imagen que no tiene
mucho que ver con aquellos anuncios de brandy en los que el eterno femenino
cabalga sensualmente en la playa, al atardecer preferentemente, sobre el blanco
équido de largas crines. Dos imágenes bien distintas, una jocosa y hasta cruel,
y la otra plagada de un simbolismo erótico que nos sitúa en la antesala del
placer.
Friedrich
Leopold von Hardenberg, poeta del romanticismo alemán que ha pasado a la
historia con el nombre de Novalis escribe:
“Los sueños nos protegen contra la monotonía y la vulgaridad de la existencia.
En ellos descansa y se recrea nuestra encadenada fantasía, mezclando sin orden
ni concierto todas las imágenes de la vida e interrumpiendo, con su alegre
juego infantil, la continua seriedad del hombre adulto”. Es difícil conciliar
en la vida adulta –en el caso de que sea bueno- la seriedad y los productos más
refinados de la ciencia y la filosofía, con las mieles de la ficción, la imagen
de la cruda realidad del músico vejado con la imagen presidida por el símbolo
de la mujer fundida con la elegancia del caballo. Les recuerdo que los
cortesanos del siglo XVIII se reunían, con sus levitas, sus pelucas, y los
pechos comprimidos y elevados, entre otras cosas, para jugar “a la gallina
ciega”, emulando los momentos más despreocupados de la infancia, para “soñar” al
estilo de Novalis. Por no hablar de los interminables festejos que se
organizaban en la Edad Media en torno al carnaval y al goce divino de la risa,
protagonizados por las clases populares y los más desfavorecidos. La risa se
convirtió en el poderoso antídoto de la inteligencia para contrarrestar la
precariedad de la vida más seria.
No
soy, precisamente, un devoto de la mistificación de la conciencia, pero tampoco
me gusta ser un aguafiestas. Me explico. El viernes pasado estuve repasando en
clase algunos enigmas culturales con alumnos de Tercero de ESO, para justificar
el respeto a la diversidad cultural y combatir los prejuicios etnocéntricos,
con especial mención a los tabúes relacionados con la alimentación, y se me
ocurrió explicar por qué “volaban” las brujas, según el antropólogo
norteamericano Marvin Harris. Mis referencias a los efectos alucinatorios de la
“atropina” con la que, supuestamente, untaban las brujas sus palos de escoba,
que les hacía pensar a éstas que eran capaces de volar, provocaron una cierta
desilusión entre mi animado auditorio. La magia se había ido de vacaciones
antes de tiempo, el mundo había perdido parte de su encanto, ese misterio que
se deposita en los sueños y en la mirada brillante de los niños. Todo sea por
la ciencia.
Pero muchas veces la nitidez de los
resultados que nos ofrece la rigurosa aplicación del método
hipotético-deductivo no son proporcionales a la adopción de acertadas
decisiones humanas en la esfera de la razón práctica. Ayer tuve noticia por la
prensa digital de la amenaza que se cierne sobre la Isla de Java por la
erupción del volcán Kelud y me llamó la atención la apelación de algunos
lectores a la queja de la Madre Tierra ante tanto desmán ecológico, como
posible causa de la catástrofe. Otros trataban de apagar el eco de estas voces
con el frío argumento de las conocidas peculiaridades geológicas de la zona.
Sea como fuere, parece que las autoridades de Indonesia, como la de tantos
lugares del planeta, prefieren ignorar el dictamen de la ciencia, impidiendo
los asentamientos humanos en la zona en infraviviendas en las que la vida queda
desprotegida, a merced de los elementos. Sea la ciencia, sea la ficción o el
sistema límbico de la Naturaleza lo que nos impulse, lo que echo de menos es el
sentido común y la buena voluntad que tanto agradaban a Kant. Hablando de otro
tema, leo en uno de los exámenes que todavía están encima de la mesa del salón
de mi casa que, para el Cristianismo, “el alma está hecha a imagen y semejanza del cuerpo”.
No me quiero ni imaginar la configuración metafísica del alma de Falete o de
Carmen de Mairena. Y otro alumno, más osado, indica que “la analización de los conceptos llevó a
Galileo a crear una concepción ideal de la realidad”. Al parecer, Galileo tuvo
un arrebato de idealismo, al quedarse fijado en la freudiana “fase anal”. Lo
que tengo que leer a mis años.
Rafael Guardiola
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