“Hay ciento noventa y tres especies vivientes de simios y monos, -escribe el etólogo británico Desmond Morris-. Ciento noventa y dos de ellas están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono desnudo que se ha puesto a sí mismo el nombre de Homo sapiens. Esta rara y floreciente especie pasa una gran parte de su tiempo estudiando sus más altas motivaciones y una cantidad de tiempo igual ignorando concienzudamente las fundamentales. Se muestra orgulloso de poseer el mayor cerebro de todos los primates, pero procura ocultar la circunstancia de que tiene también el mayor pene, y prefiere atribuir injustamente este honor al vigoroso gorila”. Reivindico, desde aquí mi animalidad, el honor de ser un mono desnudo (aunque no voy a hacer declaraciones sobre el tamaño de mi miembro viril, para no crear falsas expectativas) y, espero encontrar entre ustedes comprensión, pues como dejó escrito el filósofo alemán Nietzsche, “nadie es tan loco que no pueda encontrar a otro loco que lo entienda”.
Hace un tiempo, mi mujer le hizo una pregunta a un ilustrado albañil que estaba trabajando en mi casa, una de esas preguntas que uno suele hacer a las personas que apenas conoce: “oye, Manuel, ¿en quién te gustaría reencarnarte?”. Con gravedad respondió Manuel: “si me dieran a elegir, me gustaría reencarnarme en animal”, al tiempo que me sonreía, pues presumía que en mí encontraría cierta complicidad de mono desnudo. Y no se equivocaba: a mí me gustaría reencarnarme en una “mantis religiosa” hembra.
“Ceo que los
animales, escribe Nietzsche, ven en el hombre un ser igual a ellos que ha
perdido de forma extraordinariamente peligrosa el sano intelecto animal, es
decir, que ven en él al animal irracional, al animal que ríe, al animal que
llora, al animal infeliz”. Y es que el gran obstáculo que encuentran muchas
personas de las sociedades industriales avanzadas como la nuestra para
acercarse a la felicidad soñada es el enorme universo de necesidades inútiles
que nos hemos creado y el ingente elenco de complicaciones sentimentales que
enredan la vida de seductores como yo. Perdónenme, pero pienso que hay que ser
un poco más animal. Y conviene recordar que nuestros más preciados productos
culturales, nuestras queridas formas de pensar, sentir y actuar no son sino la
modificación de nuestra naturaleza en aras de un noble fin: la supervivencia.
Pero resulta
que, gracias a mi trabajo debería defender lo contrario, hacer apología de las
excelencias de la herencia cultural que los docentes transmitimos a nuestro
alumnado con nuestra mejor intención. No les defraudaré. Aunque pienso, al igual que el filósofo de la ciencia
Feyerabend, que lo que se enseña en los centros educativos es un “mito” entre
otros, que en nada se parece a la cartesiana certeza absoluta, comparto con el
británico Spencer la idea de que “el objeto de la educación es formar seres
aptos para gobernarse a sí mismos, y no para ser gobernados por los demás”. Y,
como dice Kant, ese filósofo alemán bajito y cabezón que no salió nunca de su
pueblo, “tan sólo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre”. Su
presunto seguidor, Krause, apostilló: “la educación es algo que todo el mundo
recibe, muchos transmiten y pocos tienen”. De todas formas, les confieso que a
mí no me disgustaría reencarnarme en una mantis religiosa hembra.
Rafael Guardiola Iranzo
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