viernes, 22 de agosto de 2014

ELOGIO DEL ABURRIMIENTO



¡Me aburro! exclama con una cantinela infantil el ínclito Homer, patriarca de los Simpson, cuando los productos del intelecto llaman a su obtusa puerta de insultante concupiscencia. ¡Me aburro! es también es eslogan más difundido en la orilla de la playa desde donde escribo estas torpes palabras, entre lloro y lloro, en boca de los pequeños miembros, con perdón, de la “generación perdida”, para desesperación de sus heroicos progenitores. ¡Me aburro! me temo, es también la expresión que aparece en la versión subtitulada de la película de mis clases de Filosofía.

                Fue el pensador racionalista y brillante matemático francés Blaise Pascal, quien introdujo abiertamente el tema del aburrimiento en los anales filosóficos del siglo XVII y nos legó esta tarea a la posteridad. Pascal está convencido de que si el ser humano “no tiene divertimento y si se le deja considerar y reflexionar acerca de lo que es, esta lánguida felicidad no le sostendrá ya, caerá necesariamente en la visión de lo que le amenaza, de las rebeliones que pueden acontecer, y finalmente, en la muerte y en las enfermedades que son evitables; de suerte que si no tiene lo que se llama divertimento, helo desgraciado, y más desgraciado que el más ínfimo de sus subordinados que juega y se divierte” (Pensamientos, aforismo 139). La distracción que proporciona el divertimento es una potente droga que no debe faltarnos, si hacemos caso a Pascal: nuestro pensamiento debe distraerse de sí mismo y de su propia inutilidad (ahí es nada).

                No obstante, me imagino que se han dado cuenta de que la visión que Pascal tiene del género humano es bastante optimista. Parece como si la mayor parte del tiempo estuviésemos pensando sesudamente, tratando de desentrañar nuestro enigmático papel en el cosmos y en el flujo incesante de la vida, y que el ocio nos desviase ocasionalmente de esta pasión reflexiva. Si esto fuese así, los participantes del concurso de lanzamiento de boina que se organizaba hace años en Colmenar de Oreja (Madrid) –con especial mención a la técnica de “lanzamiento a sobaquillo”-, recuperaban ipso facto su condición de sujetos pensantes al finalizar tan singular certamen, adoptando la pose de la conocida obra de Rodin al tiempo que iniciaban un profundo soliloquio sobre el sentido de la existencia humana. 

Nuestra civilización del ocio ha convertido la diversión en un ídolo incontestable y por ello asumimos con naturalidad la condena de tener que divertirnos a todas horas, y el miedo al aburrimiento se muestra como uno de los más inquietantes. ¿Qué podemos hacer si el tedio se apodera de nosotros, si ya no sabemos cómo divertirnos, si no tenemos a mano una boina o un azadón para proceder al lanzamiento racial y recibir como premio un saco de pienso? ¿Por qué es tan horrible para algunos humanos eso de “no hacer nada”? Dicen los historiadores, que notables miembros de nuestra especie, como Sócrates y Kant, grandes aficionados a los paseos, o Marx, conocido hombre de acción en sus tiempos mozos, que acabó mimetizándose con un pupitre del Museo Británico durante un largo período de su vida, o el mismísimo Darwin, no tuvieron ningún empacho en intentar hacer llevadera una vida, cuando menos, monótona, con chanclas o zapatillas de cuadros, según la estación del año. Se me antoja que no estaría mal recuperar el espíritu de Pascal, aunque sin pasarse, reconociendo que el aburrimiento nos puede devolver nuestra humanidad renovada, al hacernos tomar conciencia del tiempo, de ese “tiempo vivido” que tanto le gustaba al filósofo francés Bergson y a su admirador, Antonio Machado,  tan distinto de la magnitud física santificada por Newton y de ese tiempo que se gana o se pierde, como acostumbramos a decir, con mentalidad calvinista. 

Gracias al aburrimiento, lejos tanto de los afanes de la labor productiva, como de la necesidad compulsiva de la diversión, acabo de alimentar mi atocinado cerebro contemplando mi propia imagen, reflejada en un minúsculo espejo de lata, de pobre factura y gran misterio, que custodio como un auténtico tesoro, testigo de una visita a la Medina de Fez. El misterio de la sonrisa preñada de un incierto futuro de aquella adolescente marroquí de ojos negros y brillantes, ávidos de conocimiento, que cambió el acostumbrado tono de súplica hacia los forasteros, por la actitud generosa de la sobreabundancia, cuando depositó un espejo mágico en mi mano diciendo: “te lo regalo”.

Rafael Guardiola

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