lunes, 4 de agosto de 2014

COLUMNA DE OPINION.EL SINDROME DE STENDHAL



¿Tiene usted el “síndrome de Stendhal”? Si es así, no se preocupe, pues tan extraña dolencia no requiere, que yo sepa, cirugía, ni degustar un colorido cóctel de fármacos, para mitigar sus paralizantes efectos. Por cierto, les confieso que me resultan inquietantes, a este respecto, los anuncios que aparecen de modo recurrente en la prensa, invitándonos a un alargamiento y estiramiento de pene sin cirugía, con el pretexto de que el sexo es vida. Y yo me pregunto, ¿será algo parecido a lo que hace el correcaminos con la maltrecha y elástica osamenta de su antagonista, el osado coyote, en los dibujos animados de mi infancia jurásica? ¿o al proceder de los fornidos vascos que ejercitan su testosterona en las competiciones de “sokatira”, como remedo de las viejas disputas maniqueas entre el bien y el mal? Prefiero no pensar mucho en ello, por si las moscas.

En sus notables escritos de viaje, el insigne Henri Beyle, más conocido por su seudónimo Stendhal, figura imprescindible de la literatura francesa del siglo XIX describe, entre otras, la reacción psicosomática que le produjo la contemplación de la belleza majestuosa de la basílica de Santa Croce en Florencia, a la que asoció necesariamente su sensibilidad y sus envidiables conocimientos históricos. El escritor, aturdido por la experiencia estética y los placeres de la memoria tuvo que salir a respirar a la plaza para poder recobrar el aliento. Son muchos los turistas que acaban aquejados, paradójicamente, de trastornos visuales, náuseas, vómitos y malestar a causa de la cantidad y calidad de las manifestaciones artísticas de una ciudad como Florencia. Curiosamente, no es el placer, sino la extenuación y el agotamiento físico el resultado de los itinerarios y horarios de las visitas a los monumentos y atracciones artísticas de todo tipo que se suele exigir al turista, con criterios propios de la disciplina militar. Y lo más grave, es que puede ser uno mismo quien ceda a la tentación de perseguir el agotamiento a fuerza de tanto porfiar por la belleza o, simplemente, lo castizo o lo novedoso, aunque no siga los dictados del grupo o la organización de una visita. Sin ir más lejos, todavía recuerdo vivamente esta oscura sensación agridulce después de mis últimas visitas a Viena, Praga, Munich o París. Todavía me sentía presa de una asociación falaz entre cantidad y calidad, como si la calidad de mi experiencia estética y antropológica me exigiera visitar todos y cada uno de los puntos de interés señalados en el mapa, compitiendo en el intento con las columnas disciplinadas de turistas nipones (estos no suelen torcer el gesto, esbozando siempre una enigmática y amplia sonrisa, aunque se vean asediados por los juanetes, los espolones calcáneos o las hemorroides en estado virulento). Y para mayor abundamiento, ya saben que tenemos que fotografiarnos o  protagonizar algún video doméstico –pidiendo permiso, eso sí, a los japoneses a los que me he referido, que son cada vez más altos, no te dejan ver el minúsculo cuadro de la Gioconda y encima llevan sombreros cordobeses rojos que te impiden otear el horizonte- a las puertas de los museos o ante los monumentos que nos señala diligentemente la guía turística, para recordarnos que hemos estado allí. Es como ponernos una medalla, la condecoración que premia a los que no dudan en perder la salud y el seso por amor al arte o a lo diferente y novedoso que tanto agradaba a Baudelaire. 

Más de una vez he creído poder leer el pensamiento de algunos nativos de las ciudades monumentales, sentados plácidamente en una cervecería al aire libre cercana al museo, al contemplar mis ojos desencajados, la frente sudorosa y un esbozo de estiramiento, a la salida de la exposición: “estos turistas son gilipollas”. Nada tiene que ver esta sobredosis visual con los efectos benéficos de la educación sentimental por la que abogaba Schiller, ni el enriquecimiento moral y cognitivo por el que suspiran platónicos y kantianos, salvando las diferencias. Y eso que, cuando vivía en Madrid, mi ciudad natal, yo no era tan gilipollas, me proponía metas alcanzables, como dedicar unas horas a la contemplación de uno o dos cuadros del Museo del Prado, previamente seleccionados, exprimiendo hasta la última gota de placer sensorial que proporciona la contemplación de un original, como si se tratase de una experiencia mística digna de Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz, o de un rapto de posesión erótica, sostenida en el tiempo, a pesar de la irrupción ocasional de los sombreros cordobeses de color rojo que coronaban las cabezas de los turistas japoneses en mi campo visual. Yo ya sabía que había estado allí, aunque nadie me fotografiase o hiciese un video de mi visita, y tenía la sensación de llevarme del “Lavatorio de los pies” del genial Tintoretto, con perdón, hasta las sensaciones olfativas del momento que retrata la escena. La experiencia estética puede ser, sin duda, liberadora, pero nuestra condición de “público de masas” puede convertirla en alienante. Por eso mismo, mi amigo y hábil fotógrafo, el filósofo madrileño José Mayoral Esteban, me enseñó a amar las tarjetas postales, que lo simplifican todo y nos dejan mucho tiempo  libre para el auténtico placer que las obras de arte esconden y comunican, a un tiempo, a nuestros sentidos, nuestra imaginación, nuestra memoria y nuestro entendimiento. 

Rafael Guardiola

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