Se atribuye a Tertuliano, filósofo
apologeta cristiano del siglo II, al parecer erróneamente, la afirmación “credo
quia absurdum”, con objeto de subrayar
la insignificancia de nuestra humana naturaleza a los ojos (o al ojo, mejor
dicho) de Dios y la abrumadora superioridad de la fe frente a los abigarrados
productor del pensamiento racional. Es un gran consuelo creer en algo, porque
es absurdo, porque desafía las leyes de la lógica aristotélica o los dictados
de la lógica matemática contemporánea, o la melodía complaciente del sano
sentido común. Ya no hay que “ver para creer”: hay que creer, sin más, y
especialmente si se trata de un vástago de los “Disparates” del genial
Francisco de Goya, o de los bufones de mirada difícil del no menos genial,
Diego de Velázquez.
El viejo tópico del “mundo al revés”
proporciona un notable placer al intelecto, anima con fervor y devoción los
deliquios y devaneos de la risa más sincera, esa diabólica manifestación de lo
humano de la que habla, sin pelos en la lengua, el lúcido Charles Baudelaire en
sus sesudos escritos sobre “lo cómico” y “lo grotesco”: “la risa es satánica,
luego es profundamente humana”, escribe. Roguemos para que no nos extirpen
jamás este monstruoso apéndice ( y menos con el pretexto de los “recortes” que
tan famosos nos están haciendo en Europa), porque si fuera así, la Humanidad
estaría perdida, sumida en sus últimos estertores, a merced quizá de los
extraterrestres o de los arrogantes rinocerontes de Eugène Ionesco. Aunque en
su Ars Poetica escribe Horacio que la
risa brota cuando los motivos inadecuados e indecorosos penetran impunemente en
el sereno mundo del decoro, lo cierto es que la gente de orden debe mucho a la
realidad descoyuntada que se muestra, por ejemplo, en los cuadros visionarios
de El Bosco, pues no es difícil deducir de imágenes como éstas, que el mundo al
revés nos lleva irremisiblemente al pecado y reclama el castigo con las espadas
en alto, los castigos del tórrido infierno en el muchos nos volveremos a
encontrar, sin necesidad de recurrir a las redes sociales. Y es que lo absurdo
no es subversivo, sino ejemplar. Esto no lo afirmo con el ánimo de llevar la contra
a los dictadores, sino para complacer al espíritu del hierático actor John
Wayne, quien encarnara tantos personajes “de orden” en las películas del Oeste
que hacían las delicias de mi admirado Wittgenstein.
De un momento a otro, los amantes del
pecado vamos a recibir nuestro merecido, nos van a poner al derecho como si
estuviéramos haciendo el pino de tanto
suspirar por dejar a nuestros hijos la herencia de un mundo razonable, en el
que puedan tener un trabajo digno, no alienante, al margen de vanas promesas,
un lugar donde vivir y crear nuevos valores afirmativos de la vida, y hasta
recrear la amada vida con nuevos retoños que puedan ir sentados en los asientos
traseros de los vehículos, en sus sillas homologadas, contemplando un mundo en
el que todavía liben las abejas (bendita biodiversidad) y ensuciando la
tapicería con alimentos no transgénicos.
El
problema es que ya no me hace gracia escuchar las bravuconadas de tantos
candidatos a los próximos comicios, vanagloriándose de lo bien que lo han hecho
en España, y amenazando con hacer lo propio en Europa, siguiendo una presunta
estela victoriosa, coreadas por sus correligionarios y profetas, al borde del
orgasmo o de castos estados beatíficos, en su caso, a la vista de la
podredumbre y las corruptelas que se acumulan en este mundo al revés, en este
mundo en el que a las ranas les ha crecido pelo, como a la mujer barbuda que
tuvo a bien retratar, con una teta fuera, el pintor José de Ribera, o
representar con éxito a Austria en el último Festival de Eurovisión.
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