lunes, 7 de julio de 2014

COLUMNA DE OPINION.EL DEPORTE NACIONAL




No encontraba el modo de despedirme hasta después de las vacaciones de esta columna que me está dando la posibilidad de desarrollar temas, que de otro modo, guardarían silencio en algún lugar escondido de mi cabeza.

Cuestiones tan recurrentes como la proclamación del nuevo rey, el descalabro de la selección de fútbol (con el consiguiente debate sobre la destitución de Del Bosque) o la imputación de la Infanta Cristina me parecían tan poco originales que desistí (aunque debo confesarles que ya tenía redactadas varias líneas sobre estos temas).
 
Así que, aquí me tienen, hablando del deporte nacional. No se equivoquen señores y señoras, les he avisado que no iba a tocar al fútbol. Me refiero a la siesta. De hecho, lo que están leyendo en estos momentos se me ha ocurrido justo después de un descanso reparador. 

Y como siempre, la vena nostálgica se apodera de mí. Mi memoria me traslada a la niñez. Entonces casi era obligatoria la siesta después del almuerzo, al menos en mi caso. Sí. Me habían diagnosticado “velocidad en la sangre”, lo que hacía habitual la visita al especialista en  “Barbarela”. Siempre en ayunas y en aquellos portillos repletos, con olor a gasolina, tragando el humo de los cigarros de los fumadores compulsivos que aún vivían en el egoísmo sin reparar en ancianos o niños, que como yo, sufrían el humo de sus vicios. Mi madre me acompañaba en esas mañanas rezando para que no vomitara en el autobús la cena de la noche anterior hasta que el pinchazo se hiciera efectivo.

No recuerdo cuantos meses o años estuve en esta situación, lo que sí recuerdo es que la doctora me recomendaba que, después de comer, descansara por mi presunta enfermedad. Como deben comprender no hacía caso alguno. Sin embargo doña Carmen se jactó ante mi madre, una vez que vio los últimos resultados de mis analíticas, que había sanado gracias, sobre todo, al poder curativo de la siesta. Rosi, muy prudente ella, no le rebeló que yo había hecho caso omiso a sus recomendaciones y ni un día cumplí ese descanso obligatorio.

Fue hace dos décadas y media cuando comprendí a doña Carmen. Entonces hacía parte de mili en Toledo. En verano era obligatorio el descanso después del almuerzo. En la Academia de Infantería había un horario que cumplíamos a rajatabla y las dos horas de siesta cada uno las empleaba según criterio. Fue entonces cuando comencé a practicar el deporte nacional.

En la litera oía la radio imaginando a Pedro Delgado. En 1987 el segoviano perdió el Tour ante un tal Stephen Roche, que solo despuntó ese año, entre otras cosas, para fastidiarnos el rato de siesta. Mis compañeros se iban al bar a ver las etapas alpinas y sólo unos cuantos nos quedábamos en la Compañía para cumplir como buenos soldados esta parte de nuestra instrucción: la siesta.

Ahora, cercano a los cincuenta, tengo que confesar que, sobre todo en verano, y cada vez que puedo hago caso a doña Carmen y voy recuperando aquellas horas de descanso que no tuve en mi niñez. Gracias a ello, cuando cumplo con el sabio consejo, en un mismo día tengo dos despertares.

Antonio Villalba Moreno

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