domingo, 16 de marzo de 2014

COLUMNA DE OPINION.NADIE ENTRA AQUI QUE NO SABE GEOMETRIA





"Nadie entre aquí que no sepa geometría" es el lema que, al parecer, hizo grabar Platón en el frontispicio de su escuela, la famosa Academia de Atenas, lugar privilegiado para el amor a la sabiduría, en el que se procuraba un adiestramiento mental capaz de hacer que los hombres pensasen por sí mismos, siguiendo la luz de la razón. Muchos habrán asociado el tono intimidatorio de Platón en su particular homenaje a Pitágoras al de la famosa frase de las películas del Oeste: “yo que tú no lo haría, forastero”, sobre todo, si piensan que la ciencia matemática no es lo suyo o describe incluso un escenario terrorífico, es decir, de asco y miedo, del que han intentado huir a lo largo y ancho del sistema educativo.

Gerardo se llama el Platón de mi propia biografía. El azar me hizo un regalo inestimable a los catorce años: poder disfrutar de la magia de las clases de este singular profesor de matemáticas, natural del madrileño barrio de Vallecas, que completaba su horario laboral ayudando en la carnicería del negocio familiar. Enfundado en una bata blanca, sus ojos brillaban intensamente dentro del marco que perfilaba su cabello rizado y, a veces, encrespado, y la tiza ejecutaba una coreografía nerviosa entre sus dedos, en comunión algebraica con los restos de la nicotina. Gerardo me enseñó a pensar con orden y medida, rasgos que definen lo racional según René Descartes, otro gran matemático y filósofo, y me sirvió en bandeja el acceso al platónico mundo de las Ideas. Sin saberlo, Gerardo me señaló con su dedo firme, entre teorema y teorema, el camino de la “teoría”, el tejido soberbio del encadenamiento de las inferencias y, en definitiva, mi pasión por el logos, por la filosofía. Asistía embobado a un espectáculo (tedioso para la mayor parte de mis compañeros) para el que el profesor no necesitaba alforjas: abría el libro, localizaba el título de algún epígrafe, cerraba el libro rápidamente y lo dejaba a un lado de la mesa, condenado al ostracismo y, acto seguido, llenaba la pizarra de demostraciones matemáticas en las siempre aparecía “épsilon”, una cantidad despreciable (no es de extrañar que “épsilon” fuese el título que elegimos para nuestra revista escolar), y amanecía finalmente el ansiado resultado, dotado de los atributos de universalidad, necesidad y legalidad en un quehacer, a un tiempo, heurístico y demostrativo. Me gusta hacer filosofía-ficción imaginando al joven Descartes en el Colegio jesuita de La Flèche con la misma cara de bobo, a juego con sus poderosas fosas nasales, gozando tanto como un servidor del número, los puntos, las líneas y los planos. Gerardo hizo que las matemáticas se convirtieran en mi asignatura preferida y eliminó de un plumazo el miedo y la ansiedad de años anteriores. Ya no me encontraba a merced de los problemas que se planteaban en los exámenes: me estudiaba la “teoría”, “lo que nunca entraba en el examen”, y aprendí a aplicarla a cualquier cuestión que me pudieran plantear, mientras muchos de mis compañeros se estrujaban las meninges aprendiéndose de memoria los problemas resueltos en clase, confiando en su reaparición en el crucial momento del examen. Me sentía poderoso tras mi bautismo en las delicias de la razón discursiva y de ese limbo ontológico que habitan los números y las figuras geométricas que ha vivificado un importante elenco de teorías físicas y cosmológicas, como las que gestara el genial Galileo Galilei o ese funcionario de una oficina de patentes llamado Albert Einstein. No en vano, la última vez que vi a mi querido profesor, allá por 1982, me dijo que estaba estudiando astrofísica y que se había tenido que ocupar definitivamente de la carnicería familiar, para no perder el contacto con “lo real”. Fue una conversación apresurada, donde reinaba el afecto más sincero, y se mezclaron el hola y el adiós en un abrir y cerrar de ojos. Todo en movimiento, como el río en el que se quería bañar de forma obsesiva Heráclito de Éfeso. Cruzamos las miradas en plena carrera, en la Ciudad Universitaria de Madrid, en una carga policial tras la celebración de un acto público multitudinario en favor de la paz, el desarme y la libertad, y nos detuvimos unos instantes, disfrutando del momento. Lo suficiente para compartir el amor por el saber, el extraño placer de la teoría y, pese a ello o gracias a ello, el compromiso político. Gerardo hacía oídos sordos a mis recomendaciones y corría hacia el lugar infectado por pelotas de goma y botes de humo, con la esperanza de poder asistir a un concierto de rock del grupo “Leño”, liderado por el legendario Rosendo. Yo corrí finalmente en sentido contrario, protegido tal vez por Prokofiev y Shostakovich, con la cabeza llena de pájaros, sin saber que, con el tiempo, esta carrera, casi tan famosa como la de Aquiles y la tortuga, me llevaría a compartir mi amor por la teoría con mis alumnos y alumnas de Churriana.

Rafael Guardiola

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