“La vista es el más perfecto y
delicioso de todos nuestros sentidos”, escribe el célebre escritor y político
británico Joseph Addison en 1712. “Presenta al ánimo ideas más variadas,
conversa con los objetos a mayor distancia y continúa más tiempo en acción sin
cansarse ni saciarse tan pronto de lo que goza”, continúa diciendo. La vista es
pues, para Addison, “una especie de tacto más delicado y difuso”, capaz de
permitirnos acceder a “las partes más remotas del universo” y su principal
virtud consiste en ser la fuente más importante de los placeres de la
imaginación (primarios, cuando proceden de objetos presentes ante los sentidos,
y secundarios, cuando proceden de las ideas de los objetos visibles pero
ausentes, ideas que, al ser recordadas y compuestas por la mente, son capaces
de formar imágenes agradables).
Los “placeres del entendimiento”,
comparados con los de la “imaginación”, son más puros y pueden llegar a ser
igual de intensos que éstos y suscitar el entusiasmo en el sujeto, pero, para
el autor citado los “placeres de la imaginación” tienen una gran ventaja: son
“más obvios, o más fáciles de adquirir que los del entendimiento. Basta abrir
los ojos, y aparece la escena. Con poca atención de parte del observador se
pintan por sí mismos los colores en la fantasía”, afloran sin problema los
encantos que permanecen ocultos y hace que nos resulten ajenas las nefastas
consecuencias de los excesos sensoriales. Más aún, “los placeres de la
imaginación son más conducentes a la salud, que los del entendimiento”, puesto
que esos últimos “suelen ir acompañados de un trabajo demasiado violento del
cerebro”.
En resumen, si Addison está en lo
cierto, la imaginación es una evidente
fuente de placer y los placeres de la imaginación proceden de nuestros sentidos
y, en particular de la vista. De otro lado, dicen que vivimos en la
“civilización de la imagen” y que, por ello, “una imagen vale más que mil
palabras”. También es un hecho que en la práctica docente actual se enseñan
múltiples disciplinas, pero que el tiempo que se dedica, por regla general, a
“enseñar a hablar en público” y, en consecuencia, a “saber escuchar” es más
bien escaso (el arte que nos permite aprender, dar y recibir conocimientos a
través del uso de la palabra es la Oratoria).
Y, por si fuera poco, mi oficio, el de profesor de Filosofía, está
“condenado” a abusar de la palabra (aunque confieso que a mí me parece una
condena muy dulce) y a no poder recurrir habitualmente a las imágenes, lo que
puede exigir al alumnado ejercitarse en un ”trabajo demasiado violento”,
difícilmente soportable para muchos cerebros adolescentes.
Hoy se ha empeñado la memoria en
resucitar un recuerdo harto gratificante: mi participación como profesor
preparador de un Equipo de cuatro alumnos del I.E.S “Jacaranda” en un Concurso
de Debate, denominado FOROIDEA, en el que nuestro Centro obtuvo el Primer
Premio en la Final de la Fase Provincial celebrada en el Centro Cultural
Provincial de Málaga el 8 de febrero de 2001 y el Cuarto Premio en la Final de
la Fase Autonómica de Andalucía, que tuvo lugar en el Auditorio Manuel de Falla
de Granada, el 11 de marzo del mismo año, me hizo reflexionar como nunca lo
había hecho antes, sobre “los placeres del entendimiento” que se pueden excitar
a través del “debate académico” en el aula. Y es que el debate es, dicen los
expertos, uno de los principales métodos de comunicación y formación para el
individuo. A través de la confrontación de ideas, ampliamos conocimientos y
puntos de vista y somos capaces de hacer cosas tan importantes como convencer a
otros sobre alguna cuestión o liderar una acción.
Decía el filósofo español José Ortega y Gasset
que en todo debate dialéctico, vencer es convencer. Se trata de persuadir a
nuestro adversario de que nuestras ideas -ni mejores ni peores, sino distintas-
son las más adecuadas, a través de un discurso atractivo, lógico y argumentado.
Y en todo debate entre dos o más partes, una de ellas, con sus razonamientos,
termina convenciendo a la otra o a las otras de que estaban equivocadas. Por
todo ello, un buen debate académico puede trasladar a los que participan en él
la importancia, en un mundo cada vez mas complejo, del conocimiento, la
reflexión y la búsqueda de información, con objeto de formarse una opinión
propia de las cosas que ocurren a nuestro alrededor. Dicha opinión se confronta
con la de otros participantes que, por un camino diferente, han realizado el
mismo esfuerzo y quizá, llegado a conclusiones distintas.
El debate es también una forma de
expresión y decisión social, y es un hecho de que, para profundizar en un
futuro mejor para una sociedad libre y democrática, es importante dominar las
técnicas dialécticas, así como la confrontación de ideas desde el respeto y la
tolerancia. En un debate académico bien llevado lo más importante es el
aprendizaje para construir consensos y ponerse en la piel del otro y, lejos de
la competencia en sí misma, no existen ni ganadores ni perdedores: se trata de
un enriquecedor intercambio de opiniones sobre un tema determinado.
Ya en el siglo V a. de C. el
famoso sofista griego Protágoras decía que cada asunto tenía siempre dos caras.
Y como, en principio, puede haber tantos argumentos a favor de una afirmación
como de la negación de ésta, el ser humano hábil, inteligente y educado será
capaz de defender, de modo alternativo, ambas posiciones. Son muchos los que piensan
que si en un debate se es capaz de defender una idea en la que no se cree,
lejos de generar confusión en el orador, ayuda a que éste comprenda y entienda
diferentes puntos de vista. Es, tal vez,
la mejor manera de comprender que la realidad no es única y que admite
múltiples interpretaciones, y rebatir una idea -afín o no- significa arrebatar
los postulados del oponente, vencer, convencer, pero nunca ganar en el sentido
literal y deportivo de la palabra. Por consiguiente, el ejercicio de asumir un
papel a favor y en contra que permite el debate académico, puede llegar a
conformar mentalidades abiertas y flexibles, una práctica extremadamente útil
para la vida y el entendimiento entre y de las personas, las culturas y los
pueblos.
Muchas personas piensan que la
habilidad para comunicar, para hablar eficazmente, es un don especial, una
cualidad innata. Pero lo cierto es que hay técnicas relativamente fáciles para
convertirse en poco tiempo en un buen orador y que aquellas personas que son
capaces de vencer el miedo a hablar en público mejoran notablemente su
autoestima, adquieren seguridad en sí mismas y suelen ser apreciados por los
demás, lo que suele ser importante tanto en el terreno afectivo como
profesional. El debate permite desarrollar la habilidad citada, la capacidad
para expresarse de forma convincente y gracias a ello podemos tener éxito a la
hora de expresar nuestras opiniones y defender nuestros intereses individuales
(por ejemplo, al optar a un puesto de trabajo) y sociales (por ejemplo, en la
participación en la vida pública).
Los teóricos nos dicen que, a través del sistema educativo, se pretende
preparar a los jóvenes para su integración en una sociedad que está en continua
evolución y donde hay una diversidad de criterios, esto es, un individuo
integrado en una sociedad plural capaz de confrontar sus propias ideas con las
de sus iguales, aceptando y emitiendo críticas constructivas y promoviendo
soluciones a los problemas que se planteen. Creo firmemente que el debate
académico puede ser un medio privilegiado para lograr este objetivo general,
dado que permite potenciar la capacidad de adaptación e interacción social del
alumnado, estimular su creatividad, consolidar sus habilidades para el trabajo,
tanto individual como en grupo, y desarrollar su autonomía y capacidad de
crítica, por lo que me permito reivindicar desde aquí “los placeres del
entendimiento” y el poder de la palabra, ese interés por la elocuencia y la
oratoria que creció vigorosamente con el advenimiento de la democracia en la
antigua Grecia, ese momento histórico al que tanto debemos los amantes de la
Filosofía.
Rafael Guardiola
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