Al parecer, una asesora del Ministro de
Educación, José Ignacio Wert, preguntó hace varias semanas a la Cátedra “Ramon
Llull” de la Universitat de les Illes Balears por el sueldo del señor Ramon
Lull (por cierto, uno de los más insignes filósofos de la Edad Media, fallecido
en 1315, lapidado, tras intentar, por enésima vez, convertir al Cristianismo a
los seguidores de Mahoma en el norte de África con su pasión mediterránea y sus
artificios lógicos ininteligibles para la inmensa mayoría de los mortales). Tal
vez, nuestros gobernantes estén investigando sobre cómo aplicar los recortes en
educación desde tiempos inmemoriales, con efecto retroactivo, y yo, con estos
pelos.
Ramon Llull es también el nombre del Instituto
de Palma de Mallorca que me dio cobijo durante cuatro años, a principios de los
90, y donde tuve el privilegio de conocer, entre otros humanistas ilustres, a
la historiadora catalana Montse Farràs i Castellarnau y a su entrañable
familia. Los ojos de Montse son un dulce y vivo monumento a la inteligencia
sutil que, con su porte aristocrático, salpica de luz, con destellos mil, el
azul intenso e infinito del cielo de Ciutat. Montse es una mujer-cosmos que sonríe
con los ojos y dibuja en el espacio un útero cálido y confortable nada más
empezar a hablar, y que desea viajar a Cuba nada más jubilarse para refocilarse
con la belleza natural hasta que se lo permita su res extensa. Estratega como
la diosa Atenea y sustento del hogar y de los templos, como Hestia, ágil de
mente y de abrazo fácil, en definitiva, capaz de vencer al dragón de Sant Jordi
con ternura y firmeza, y de transmitir a sus hijos el legado ancestral del seny
catalán, del que tantas cosas he aprendido y sigo aprendiendo.
Ha
querido el destino o Santa Tecla, que el ciberespacio me haya traído noticias
frescas –como se decía en las historietas de Mortadelo y Filemón que muchos
leíamos con fruición en la infancia, cuando todavía tenía pelo en la cabeza- de
una antigua alumna reciente, Vicky Turiaf, quien me recuerda vivamente a mi
amiga Montse por muchas razones. Venciendo las limitaciones que le ha impuesto
la Madre Naturaleza, y seduciendo con una mirada tan poderosa como la mirada
petrificante de la Medusa, Vicky se elevaba constantemente en mis clases, con
su madurez precoz, “a hombros de gigantes”, en expresión del filósofo
neoplatónico del siglo XII, Bernardo de Chartres. Siglos más tarde, Isaac
Newton, en una carta a Robert
Hooke, apostilló: «Si he visto más lejos
es porque estoy sentado sobre los hombros de gigantes», recordándonos que es de
bien nacidos ser agradecidos. Mi amiga Vicky se acusa de pesimismo y se acerca
peligrosamente a la “nausea” del filósofo francés Jean-Paul Sartre, un maestro
a la hora de explicarnos que debemos asumir que “el hombre está condenado a ser
libre” y “que el infierno son los otros”. La construcción de nuestra
existencia, de nuestro “proyecto vital”, implica tomar decisiones
constantemente, de tal modo que no somos libres de dejar de ser libres. Y
encima, la libertad de los demás nos persigue como el conejito de Duracell o
las muñecas de Famosa, que se dirigían al Portal por estas fechas, gracias al
libre mercado, con intenciones sospechosas.
Eres mi infierno, ¡qué le vamos a hacer! Entonces, se pregunta
Vicky:
¿Por qué sentimos tanto miedo, “al dejarnos
llevar”?, ¿Por qué esa necesidad de aferrarte a esos “planes” al “así no debe
suceder”? ¿Por qué nuestra conciencia, o al menos la mía, discrimina el vivir
el momento?…¿Por qué no nos permite vivir sin tener esa necesidad de intentar
ser “el ser más perfecto” en el mundo. A no transgredir el mal, ese lado
oscuro, que solemos definir como “inmoral” y mantenernos siempre en la línea
del bien.” Vicky tiene razón cuando me habla en su carta de esos “valores
opresivos que obstaculizan el camino a la felicidad”. ¿Qué te parece, querida
amiga, si resucitamos a Nietzsche, a Freud o a los dos juntos? No quiero que
sientas la “náusea”, entre otras cosas, porque el propio Sartre confesó, en una
entrevista, que él no la padeció. Aunque pensar al borde del abismo produzca
vértigo, te has subido a hombros de gigantes, has derribado los ídolos –a
martillazos lo hizo Nietzsche-, has borrado de un plumazo los grilletes del
perfeccionismo, del tiempo lineal y has entonado un canto desesperado a la
felicidad, sabiendo que ésta reside en los gestos más insignificantes y en los
placeres mundanos de la memoria y la imaginación. Y lo que es más importante,
has sido consciente de que somos nosotros mismos los que nos ponemos los
grilletes, los que reprimimos nuestra “sombra”, abusando de Jung. Mi amiga
Montse, con su seny catalán, te recordaría que “siempre nos quedará la risa”,
adaptando ad hoc la famosa frase de la película Casablanca, que dice el
protagonista, Rick Blaine, a su amante, Ilsa Lund, en el momento de su singular
y dramática despedida.
Rafael Guardiola
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