Toda
crisis lleva aparejada la ruptura de algo. En los individuos se manifiesta como
ruptura del mundo de creencias en que se mueven: proyectos en los que se han
embarcado y pierden sentido, acciones que dejan de tener valor. En la sociedad
aparece como ruptura del sistema de vida en común. Formas de gestión de la cosa
pública, antes aceptadas o toleradas, entran en descrédito y empiezan a ser
cuestionadas o rechazadas. Comportamientos sociales antes habituales se
convierten en dudosos y terminan siendo mal vistos. De pronto se nos muestra
todo lo negativo, aunque la crisis no lo ha creado. Lo negativo estaba latente;
lo que ha hecho es resaltarlo, hacerlo patente.
La
crisis en la que ahora estamos inmersos tiene un origen financiero, pero ha
afectado tanto a las relaciones económicas como a la vida social en general.
Frente a otras anteriores, esta crisis ha alcanzado a las capas más profundas
de la sociedad. No sólo es el mundo económico el que se tambalea, sino las
formas de vida, los consensos políticos y el modelo educativo. La economía es
en parte ciencia y en parte praxis, en la que la toma de decisiones resulta
fundamental. Hay decisiones apropiadas y otras que no lo son. No todas son
válidas. Como toda praxis necesita de una regulación. Dejar que los agentes
económicos actúen en completa libertad, movidos exclusivamente por intereses
particulares puede llevar a la catástrofe, como así ha sido. La crisis ha
puesto de relieve la inestabilidad propia de los procesos económicos que no se
dominan. Hipotecas concedidas a quienes no podían pagarlas y que sólo
beneficiaban a quienes las comercializaban, paquetes financieros de bello
nombre y contenido oscuro, intencionadamente dirigidos a engañar y a apropiarse
del dinero ajeno sin control por parte del estado, préstamos concedidos sin
suficientes garantías. Todo ello ha generado una burbuja financiera que ha
terminado por explotar, dejando al descubierto antiguos vicios: cajas de
ahorros subordinadas a intereses espurios en detrimento de su función social, entidades
en quiebra saneadas con el dinero de todos, bancos dedicados a hacer favores
políticos.
La
entrada en el euro ha venido a complicar las cosas. En vez de aumentar el rigor
ante la imposibilidad de hacer una devaluación de la moneda nacional, nos dejamos
llevar por los viejos hábitos. Los precios se ajustaron alegremente al alza,
que no los salarios. Las deudas hipotecarias se asumieron con parecido
entusiasmo. Los pisos nunca bajan, los salarios siempre suben –se decía. Los
productos importados eran mucho más accesibles; el euro era tan fuerte… Ser
mileurista era casi una desgracia. Ahora los salarios más frecuentes apenas
llegan a esa cifra, en el caso de tener la suerte de percibirlos. El paro se ha
situado en cotas insostenibles y las condiciones de vida han empeorado
notablemente para la mayoría de la población, como nunca se había visto en
fechas recientes. Ha aumentado la desigualdad entre los que tienen mucho y los
que a duras penas pueden subsistir.
Y
mientras tanto la clase política ha hecho oídos sordos a la crisis, negándola
incluso, hasta que la amarga realidad se ha impuesto. Enredada en batallas
maniqueas de buenos y malos, preocupada por sus propios intereses y no por los
de la ciudadanía, ansiosa por mantenerse en el poder a toda costa olvidando que
la labor política es un servicio y no un oficio, ha acaparado el mayor
descrédito de los últimos decenios. Nada que ver con la transición democrática
de finales de los setenta, en la que los consensos logrados permitían
vislumbrar un futuro de esperanza. Pero ese futuro oteado en el horizonte se ha
ennegrecido y otra vez hemos vuelto a reeditar antiguos enfrentamientos que
creíamos ya superados.
El
sistema educativo es otra muestra de la crisis, con el agravante de que no es
nueva y sobre el que lamentablemente no hay consenso entre las diferentes
fuerzas políticas, como lo evidencian las sucesivas reformas que se han
realizado desde la transición democrática. La escolarización obligatoria hasta
los 16 años supuso un logro social y cultural importante, pero ningún gobierno
la ha dotado de una financiación adecuada para que cumpla con el fin de
contribuir a paliar la desigualdad de oportunidades entre los ciudadanos de
nuestro país. Si a la falta de recursos económicos y a la restricción del gasto
provocada por la crisis actual, unimos la ausencia de una discriminación
positiva, entendiendo erróneamente la igualdad como primacía de la mediocridad
sobre la excelencia, y con colectivos claramente perjudicados desde el punto de
vista económico (parados, emigrantes, familias sin recursos, etcétera), se da
la paradoja de que la auténtica discriminación educativa recae en los centros
ubicados en los barrios más pobres, para los que la reducción de profesorado y
de medios, y el aumento de la carga lectiva horaria suponen una severa caída
del rendimiento escolar.
Ante
esta situación la filosofía no puede permanecer indiferente. En el proceso de
reflexión filosófica hay un primer momento crítico, de ruptura de evidencias.
La auténtica filosofía nace de una crisis cognitiva, cuando tomamos conciencia
de que las explicaciones que damos de las cosas no son ya suficientes.
Necesitamos realizar un profundo análisis de todo aquello que se nos ha vuelto
discutible, dudoso, como paso previo al desarrollo de una nueva explicación.
Este momento crítico-analítico se complementa con otro posterior
sinóptico-comprensivo, en el que las antiguas cuestiones van planteándose y
resolviéndose, si cabe, ante una nueva luz del entendimiento. La filosofía
surge de la crisis pero no se instala en ella. La filosofía es, como su propio
término indica, amor por el conocimiento, amor por entender lo que nos pasa. No
es un amor cualquiera, sino un amor intelectual.
La
economía debe recuperar sus primitivos orígenes éticos evitando caer en el
individualismo. Sin desdeñar la importancia del interés personal y la
competitividad que necesitan de la libertad para su desarrollo, ahora deben
añadirse valores tan necesarios como la igualdad y la solidaridad. El libre
juego de relaciones, la búsqueda de beneficio y la creación de riqueza no deben
tender a aumentar las desigualdades sociales, ni tampoco las desigualdades
entre los estados. Hay que encontrar mecanismos por los que el aumento de
riqueza de una clase social no se sustente en la explotación de las clases más
desfavorecidas, ni el desarrollo de un conjunto de países hunda al resto en la
miseria. La desigualdad no es una consecuencia inevitable del desarrollo
económico. Urge elaborar medidas que regulen adecuadamente el sistema financiero,
impidiendo la reedición de una crisis como la actual.
La
sociedad, por otra parte, debe dar un paso adelante y recuperar plenamente los
derechos ciudadanos, sin olvidar que implican deberes. Hay que abandonar el
viejo hábito de pensar que el estado debe resolver nuestros problemas
individuales, considerando que el estado somos todos y que todos debemos
participar en el ámbito de lo público a través de las diversas organizaciones
sociales. Hay que aplicar una moral estricta, por la que comportamientos como
el engaño, la falsificación, el robo, el soborno, la prevaricación, el
despilfarro y la incompetencia manifiesta deben ser castigados con rigor. En el
plano de las relaciones interindividuales hay que abandonar las actitudes
hostiles y de rechazo por otras de ayuda y colaboración. El otro no es un
enemigo sino un socio en la realización de un proyecto de vida en común. La
sociedad española debe dejar de ser una sociedad crispada y enfrentada para dar
paso a otra más sosegada, en la que sean posibles los acuerdos comunes.
A
su vez, la esfera política debe funcionar en conexión con la social. El
ejercicio del poder político, por muy importante que sea, es temporal y añadido
a otras tareas. Los partidos políticos deben tener conciencia de que no son
ellos los que representan al pueblo, sino los ciudadanos que han ido en sus
listas. Los partidos son sólo organizaciones que agrupan a ciudadanos de
opiniones similares. Y es a estos a los que hay que pedir responsabilidad. Hay
que desarrollar el Estado de Derecho mediante leyes orgánicas que establezcan
con total claridad el funcionamiento independiente de los tres poderes del
estado: legislativo, ejecutivo y judicial. Hay que avanzar desde una democracia
por representación hacia una democracia por participación, introduciendo
elementos de democracia directa que ahora son viables mediante la aplicación de
las nuevas tecnologías.
En
el ámbito educativo es cada vez más necesario y urgente un pacto entre todos
los agentes implicados: la sociedad, los profesores y los políticos. Se trata
de un pacto social y no sólo político. La educación no puede ser un arma
arrojadiza entre unos partidos y otros, sino el lugar donde se prepare a los
ciudadanos para realizar las funciones que más tarde han de ejecutar en la
sociedad; preparación que ha de llevarse a cabo en atención a sus intereses y
capacidades, con absoluto respeto a su forma de pensar y primando por encima de
todo la excelencia. En este sentido la Filosofía debe ocupar un puesto central,
porque sin ella no es posible una ciudadanía crítica y responsable.
Estos
son los retos de nuestro tiempo. A ellos debe responder la Filosofía si quiere
ser fiel a sí misma.
ASOCIACIÓN
ANDALUZA DE FILOSOFÍA
Septiembre de 2014
[i]
Manifiesto elaborado y suscrito por los ponentes y asistentes al X Congreso de
la Asociación Andaluza de Filosofía, “Filosofía en tiempos de crisis”,
celebrado en la “Casa de la Provincia” de Sevilla, los días 12, 13 y 14 de
septiembre de 2014. El profesor del IES Jacaranda de Churriana, Rafael Guardiola, miembro del Comité
Organizador de dicho Congreso, es el actual Secretario de la Asociación
Andaluza de Filosofía.
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