domingo, 20 de abril de 2014

LA CASA DE MIMBRE


Un lugar para guardar los jazmines en invierno. Recordé con violencia las palabras de aquella carta de Nicolás Poussin a Carlo Antonio del Pozzo en la que se describe un palacete situado en medio del jardín de las Tullerías, un cálido espacio salpicado de color, tapizado de aromas a fruta, una tierra amante en la que poder hundir los dedos húmedos de aceite de nuez de almáciga, huevo y blanco de plomo. Pensé entonces en el goce de preparar el lienzo, en la alquimia que ordena la justa combinación de materiales para la imprimación e incluso en el olor penetrante de los pigmentos y pensé también en la blanca fragancia a jazmín que me acompaña desde el momento en que cruzara la calle, así como en la feliz recompensa que, algunas veces, obtiene el viajero. Esa sensación rotunda de haber llegado por fin allí donde apunta el deseo, ese estado de inconfesable comunión con el mundo de las cosas en un útero sin aristas ni sollozos. Y pienso casi automáticamente en el placer de acariciar la sorprendente piel de Luna, moldeable, casi líquida. Mientras camino hacia el trabajo recorro compulsivamente la rotunda presencia de sus senos cuando rozan, desnudos y confiados, mi cuerpo dormido, atrapo el solemne brillo que sus pupilas tienen al alba, el vértigo carnoso y encendido de sus labios ondulados, siempre rojos y húmedos, y el envolvente aroma de su sexo, néctar y filtro que estremece, cautiva y repta en un movimiento de espiral. Toda ella es un filtro amoroso, un delicado brebaje que satura la memoria. Dice San Jenónimo que fue un filtro el origen de la locura del genial Tito Lucrecio Caro y hasta el inductor de su fatal suicidio y en otro lugar atribuye Suetonio la muerte de Calígula a los devastadores efectos que causara en el cuerpo del emperador el bebedizo amoroso que le suministrara Cesonia. Ningún filtro más dulce que Luna.
           
Esta mañana el cálido abrazo de Luna hizo añicos la agitación, el desasosiego, el terror y sudor frío de un sueño. Ahora siento náuseas al revivirlo y esto hace que me detenga frente a la Oficina de Correos. Tan sólo recuerdo haber soñado que arañaba, llorando como un niño, con una mezcla de rabia y negra desesperación, la tapa de un féretro de madera húmeda y vieja, ya que, sin saberlo, había sido enterrado vivo y sentía en consecuencia cercana mi muerte. Con los músculos tensos, anclado en la acera, decido abrir la cartera. Encuentro en ella dos libros encuadernados con pastas verdes; tienen éstas una textura rugosa e inscripciones doradas, un dibujo con el que gozan mis dedos. Leo después para mi, en voz baja y al azar, estos versos de Lucrecio: “En fin, a veces vemos a un hombre irse poco a poco y, miembro a miembro, perder el sentido vital; primero, en los pies, tórnanse lívidos dedos y uñas, fenecen luego los pies y las piernas, seguidamente, ganando a rastras miembro tras miembro, avanzan las pisadas de la helada muerte”.

Rafael Guardiola

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